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por Mario Guajardo 
            
Fuera cual fuera la hora, el muchacho lo veía siempre como recién llegado, envarado en sí mismo. Una Báltica o Cristal en lata, la barba bíblica y carcelaria, a veces un cigarro consumido a medias adornándole la sonrisa trabajada para irradiar una cortesía que podía ser tanto fingida como real, invariable como la camisa celeste, una de esas camisas exiliadas en la ciudad, de las que se verían mejor sobre el cuerpo de un campesino bajo el sol de la siembra, y la chasca estilo de Gino Vannelli, que nos hizo olvidar su nombre real, Pedro, quizá Jorge o Luis, pocos se acuerdan. Podría decirse que la esquina era suya, pero es mejor exagerar que la esquina era él: Gino Gálvez, la esquina noreste de Avenida Grecia y Los tres Antonios, donde al decir de los más viejos comienza el Oriente de esta ciudad, aunque tomando en cuenta la cantidad de restaurantes chinos se puede decir que acá empieza el Oriente del mundo entero. A ellos, a los abuelos, les fascinaban y les abundaban ese tipo de frases donde todo comienza o termina, frases que cuando niños nos parecen decretos de ley, mantras o conjuros perentorios, y que más tarde se revelan como fortalezas o mansiones inexpugnables a las que si pudiéramos les prenderíamos un fuego literal . Así nos pasó a muchos con el Gino, la esquina y la ridiculez de esa frontera. Porque todos crecimos con el peso nocturno de la esquina, aunque de a poco ese peso dejaba paso a la levedad más brutal e indiferente. Y claro, el muchacho de este cuento, como tantos, nunca había pensado en todo esto con más detención que la escasa que se merece todo lo que nos parece ridículo. Hasta el día que conversó con el Gino.
             Al Gino lo conocían todos en esas tres o cuatro manzanas donde se encuentran los últimos blocks de tantos que rodean el estadio- ese recinto yeta, cenizo y aguafiestas cuyo nombre no quiero decir, un puñado de cemento vanidoso, viviendas sociales construidas por los últimos vascos beatos del país, de los que además de colgar fotografías del padre Hurtado en sus paredes, procuraban también mantenerse al tanto, más o menos, de lo que publicaba, y que por si fuera poco escandalizaban a sus amistades cuando lo defendían cada fin de semana en cenas con cuya comida se podían alimentar todos los patroncitos huachos del Mapocho por un mes; digamos que esas buenas gentes intentaron acercar los extremos de la ciudad y, por qué no, del país entero; edificaciones valientes y orgullosas en confundir lo inconfundible, en igualar el más y el menos, donde de uno a otro lado son distintos los gestos que otorga la experiencia, otros los juegos infantiles y los afanes del vestir, otras también las frases y expresiones que en vano cruzan desde y hacia los blocks del Gino, de un lado hacia el otro de Avenida Grecia, de los blocks a las casas aisladas con antejardín, y de vuelta de los antejardines al block en un etcétera más allá de cualquier tiempo mental- pero estaba diciendo que en esas últimas tres o cuatro manzanas de blocks todos lo conocían, también el muchacho, aunque para él era como un dibujo perdido en manuscritos de una leyenda que nadie podía ni quería ni tenía por qué contar. En la matemática de los demás habitantes, el Gino siempre daba igual.
            Ese día, el muchacho se enteró que la madre y los hermanos del Gino, cuando éste no era ni Gino ni Jorge ni Luis ni nada, nacieron y crecieron todos en el mismo departamento, no muy lejos de la esquina donde termina la calle José Domingo Cañas, la cual debe su nombre a un oligarca- fue la primera vez que oyó la palabra- que se vanagloriaba de ayudar a los pobres a mediados del siglo XIX, una esquina verde, amplia, con árboles que no se dignarían a crecer a la sombra de ningún block, ahí nació y creció para otros fines el padre y los hermanos de una de sus ex novias, en una casa cuyo terreno ostenta unos 500 m2. Ni la aparente vecindad ni los esforzados revolcones juveniles sobre su cama consiguieron que ella dejara de fruncir el ceño, ladear la cabeza y luego sonreírse con ternura- o condescendencia- cada vez que el Gino conjugaba, según la ocasión, el verbo azkurrir- así, con zeta y con ka, como lo escribe David Aniñir, le dijo el Gino. No lo asimiló ella y no lo han asimilado los diccionarios, así como él jamás salió del block- a pesar de algunas estadías en el litoral o en alguna comisaría- ni ella de esa casa- a pesar de sus viajes por Estados Unidos, Europa y la India: cada uno se ha mantenido metáfora de cada uno, del otro y de todo lo demás. En ese y otros puntos conocidos o no, fueron y morirán incomprensibles y extranjeros el uno para el otro. En fin, se puede concebir, pues pareciera que el destino aquí tira los dados solo y rudo, que en esa apertura sinuosa del otro lado, reflexionaba el Gino, los años, el liceo técnico contable, lo hayan acuñado a él y su historia en esa esquina, a todos quienes heroicos y serviles sostenemos el velo eficaz, el abismo invisible que divide tanto esta ciudad como el resto del terrario, de la hacienda grande, o sea el país. Así más o menos habló el Gino.
            En ocasiones, le conversaba al muchacho ese día, el problema asomaba la coronilla en sobremesas que se extendían más de lo recomendable, en conversaciones de ancianas prematuras que intentaban ocultar su desesperación de fin de mes al llegar a un almacén, y hasta el día de hoy, le dijo al muchacho mientras abría los ojos como para escupirlos de sus órbitas, si se presta atención suficiente, aunque se necesita un tipo de atención para la cual nadie tiene tiempo, se ve que sigue asomándose con su gorrito de bufón. Pero cuando trabaja el tiempo, decía el Gino volviendo a cerrar los ojos, al adulto en que a pesar de todo nos convertimos deja de importarle, en la misma medida en que algunos nos acostumbramos a marcar tarjeta, a marcar el paso; del mismo modo que terminamos por olvidar las moscas sobre el almuerzo verano tras verano. Al escuchar esto, el muchacho pensó cuántas veces se quejaba de la mierda que comía pero no dijo nada. Pero volvamos al comienzo de la conversación.
            La esquina del Gino da inicio a una cuadra que permite proveerse de todo lo básico: dos almacenes de abarrotes, una librería con artículos de oficina, una reparadora de calzado, una lavandería, un local de videojuegos siempre renovando su ruina y dos botillerías; en ese orden, de Sur a Norte, todos en el primer piso del block N° 8, el Block del Hambre, que era el nombre que le daban todos sin saber muy bien por qué. Las botillerías justificaban cada movimiento del Gino, eran su centro gravitacional desde el momento en que salía de su departamento y cruzaba los blocks de la Santa Casandra con el único fin de mendigar lo suficiente para las dosis alquímicas de alcohol y tabaco, justas y necesarias- dijo esto juntando las manos como para rezar pero le salió un aplauso- para sostener la embriaguez de su esquina, de sí mismo. De vez en cuando alguien lo veía comer algo, y así lo dijo: De vez en cuando alguien me ve comer algo. Su vida la caminaba desgastando todas las formaciones y deformaciones rectas o curvas posibles entre esos tres puntos, su departamento, la botillería, la esquina; él le otorgaba la conciencia a esa cuaternidad indescifrable, la cual es fútil y prescindible para profanos y turistas, pero sagrada y angular para quienes sabemos que es eterna. Eso le dijo el Gino al muchacho antes de contarle la historia de esa eternidad.
            Esa tarde el muchacho volvía del liceo como siempre, cansino, abúlico, odioso; cansancio de todo, abulia por todo, odio contra todos. Decidió, no se sabe por qué, interrumpir al Gino y su esquina, aunque decir que lo decidió convierte esto en ficción, y más exacto sería decir que fue la esquina la que lo decidió y lo interrumpió; no pudo eludir al Gino y su sonrisa pedigüeña, ensayada y cotidiana, sino que le ofreció compartirse un par de cervezas, los cinco cigarros que se apretujaban en su bolsillo y conversar un momento. Sorprendidos los dos, el Gino aceptó la propuesta con otra sonrisa, esta amplia y generosa en dientes amarillos y ausentes en partes iguales, un par de palmadas suaves al hombro y casi gritando ¡Por supuesto, hermanito! ¡Pa qué más!
            Primero conversaron sobre los blancos del odio que ambos compartían, y luego de la vida del otro, siempre amables y distendidos. Resultó que el Gino no sólo conocía muy bien la esquina y el barrio, sino también a la familia del muchacho: fumó marihuana junto a uno de sus tíos, se había peleado a puñete limpio, según él, con otro por algo de fútbol, ayudó a su abuela incontables veces a trasladar bolsas de supermercado, se había enamorado, como el muchacho durante su  niñez, de la única tía, acompañó al abuelo al fútbol tantas veces, cuando el Cacique jugaba en- y este es el nombre que le dio el Gino- el Coliseo de la Mala Cuea. 
            Cuando le contaba sobre la eternidad de la esquina, en un momento de semi-borrachera en que hablar de eternidad es algo muy serio, le dijo Te voy a contar cuando se hizo eterna, y luego de una fumada extensa, como si ese humo le permitiera continuar, agregó Todo era medio normal hasta que me tocó vigilar esta mierda de esquina, dijo mirando al suelo como para que éste le confirmara que sí, como si le dijera que ahora sí era un buen momento para el relato. Y  todos dejaron de hablarme, de hablarme como a alguien normal. Sin dejar oportunidad a preguntarle Qué dijiste, le contó que en la noche del 11 de setiembre- así lo pronunció, como su abuelo, escupiendo la T, desterrando la P, no queriéndose acordar del año- su contacto con el partido- no especificó cuál- golpeó su puerta y al abrir encontró un papel, una nota cifrada con instrucciones. El papel- que le pareció anémico, mezquino, cotidiano, y aun por lo mismo le pareció que se burlaba- lo exhortaba, en siete palabras inteligibles sólo para él, a vigilar desde la azotea del block número 8, el block del hambre, ahí en la esquina de Los tres Antonios con Avenida Grecia, a mantener limpia y segura su calle hasta la llegada del General Prats desde el Sur. Dudó el tiempo justo para que ahora podamos decir que actuó con decisión y rapidez: sacó la Mitihueso- por Smith & Wesson, especificó, aunque el muchacho no sabía de armas- de la caja de zapatos bajo su cama, una matagatos Model 41 de calibre 22, oxidada, más vieja que la esperanza; vistió su chaqueta de cuero, cogió un pan a medio endurecer de la panera sobre el comedor, y sin despedirse de su madre salió a ocupar el puesto que la Historia, sí, con mayúscula, enfatizó sin ironía ni sarcasmo, le había deparado desde siempre. Había que defender la Revolución, con mayúscula también. Dijo que tal vez en ese momento, desde que cerró la puerta y mientras corría desde su block al Block del Hambre, recargó tanto la conciencia que se volvió así como era, medio loco, en mitad de la noche todavía y siempre cálida en la memoria, agazapado, tendido boca abajo como desapareciendo tras la copa de agua, y dándose cuenta que acariciaba la Mitihueso tiritándole al extremo de la otra mano, mirando de vez en cuando hacia la calle para ser el primero en saludar la avanzada de Prats, o de los leales Pickering y Sepúlveda, creyéndose en primera línea, adivinando o creyendo en los compañeros de lucha supuesta y debidamente guarecidos en sus propias azoteas y patrullando alrededor de las copas de agua en sus respectivos blocks, dispuestos a matar y morir sin dudas. Y las preguntas de entonces las repitió ahora y para siempre en su conciencia, la cual se confundía esa tarde con el ruido constante del paso de los vehículos sobre la calle: ¿Cuántos éramos? ¿Decenas? ¿Centenas? ¿Millares por toda la ciudad? ¿Todo el país? ¿Dónde habrá comenzado la resistencia? ¿Dónde habrá de terminar? ¿Dónde murió el primero y dónde morirá el último? Dónde apuntar, dónde ocultarse si era necesario, por dónde emprender la huída arbitraria, instintiva. A veces todavía le parecía estar ahí, pero de inmediato lo desechaba como alucinaciones, como cosas más literarias o de película, agregó. No sabe por qué, pero cuando pensó en la resistencia sólo pudo imaginar adolescentes; pensó en todos sus amigos y familiares más jóvenes, militantes y no militantes, y ese pensamiento los ubicó a todos ellos sobre una infinidad de blocks estratégicos a través del país completo. Se tranquilizó. Recién pasados varios años se le ocurrió que eso era espantoso, ridículo y profético al mismo tiempo.
            Todas las conjeturas estallaban en la noche sospechosa en su silencio cómplice. Escuchó o creyó escuchar aviones, helicópteros rasantes, escuchó o creyó escuchar tanquetas, escuchó o creyó escuchar la resistencia en pleno, las órdenes de la comandancia central, el metálico traquetear del Destino con mayúscula- el muchacho se resignó a aguantar la risa ante esas mayúsculas- del suyo y el de todos. Pero el silencio, un silencio que fue como un simulacro triste pero fidedigno de la nada, era la única respuesta. Caviloso- el muchacho se resignaba a no comprender ni poder memorizar ciertas palabras- atisbó una sombra bajando rauda del block de enfrente, que bien podía ser un fantasma en carrera desesperada hacía el vacío o hacia el paraíso o bien una rata de vuelta a la cloaca de la cual se arrepentía de haber salido. Pensó que podía ser un enemigo. Sin olvidarse pero tampoco sin sopesar los peligros, supo de inmediato que debía seguirlo. Esa sombra era un peligro. Bajó a su vez las escaleras, tan rápido que le dio la impresión de la inmediatez. Escuchó su corazón, los pasos del que huía, ambos al ritmo de la Historia, o de la Derrota, que es lo mismo. Y corrió y gritó tras el fantasma, la rata, el enemigo. ¿Qué esperaba? ¿Qué pretendía? Salvarlo. Rescatarlo del pozo negro al cual se abalanzaba. Corrí y grité con toda la fuerza que tenía en esos años, dijo. De pronto me di cuenta que corríamos en línea recta, pero también en círculos. Recto, hacia adelante, y sin embargo circular, de vuelta al punto de partida. ¡Como la canción de La Renga, como la Historia, hermano, se me repitió esta cuadra, tres, cinco, diez, absurdas veces, siempre tras el fantasma y tras la rata cobarde, infame, sin rostro! Después de la botillería, por ese pasaje a la derecha, tres cuadras al Oriente, después giraba al Norte, dos cuadras y otra vez aquí, en esta esquina. No me lo crees, pero así fue. No sé si fueron minutos u horas. Quizá hasta el amanecer. Y del fantasma nada. Lo perdí en una de las tantas vueltas. Volví a mi puesto de vigilancia y en el camino sentí que me arrojaban un balde de agua fría, agua polar, y se me ocurrió que en realidad eso que había visto me perseguía a mí. No sólo me perseguía, sino que ya me había alcanzado y me observaba. Corrí de vuelta, subí, y quise revisar la Mitihueso por si acaso los milicos o los niños. No me preguntes por qué niños, pero pensaba en ellos mientras imaginaba a uno de Patria y Libertad apuntándome con una sonrisa y una Luger, una Parabellum. Sentía que la rabia me quemaba, me olvidaba del agua polar, quería matar a varios en nombre de Allende y tenía que estar preparado. Y abrí el arma. Y ahí se me apagó la rabia ¡Dos balas, hermano, me dejaron dos putas balas! ¡Un pendejo de diecisiete años con dos balas!¡Los muy hijos de puta! No pude pensar en nada. Ahí fue como entrar al vértigo de un torbellino de blancura y entrañas escondido en un balde. Insalvable. Y ahí me quedé. El Gino calló y ambos aprovecharon la pausa para beber.
            Estaba solo. Las ratas huyeron, pensé, seguía diciendo el Gino, y me quedé solo. Nunca hubo nadie en las azoteas, nadie defendía porque no había nada que defender. Nos quedamos solos, hermano, en todos los blocks del barrio, del país. La ratas nos comieron la carne y se disfrazaron con nuestro pellejo, éramos todos la misma mierda, ¡pá!, al fondo del balde. El Gino construyó un silencio grave entre lo dicho y lo por decir, apurando lo último de la lata de cerveza. Continuó diciendo que se quedó solo porque también él había huido, como todos, que no era diferente. El muchacho creyó que lloraría, pero no, el Gino sólo sonrió ese día y miró por el agujero al fondo negro de la lata. Y bueno, así termina la historia, conmigo en esta esquina, dijo, recorriendo la misma cuadra una y otra vez. ¡Y claro, los chacales en el poder, colorín colorado! Carcajeó.
            Hasta aquí el muchacho podía entender al Gino, seguía su hilo aunque no conociera ciertas palabras- sobre todo esas con mayúsculas-, creía en su punto final, percibía algo detrás de lo que decía, como la pulpa de esa fruta exótica que era su cuento. El muchacho paseó la vista a su alrededor y disfrutó ser parte en ese momento de la esquina y de la Santa Casandra. Al contrario de lo que creyó, nadie los miraba. Algunos volvían del trabajo y seguro no pensaban en nada, mientras un grupo de niños corría tras una pelota invisible, que sólo pudo adivinar en ese vistazo. Quiso decirle al Gino que era una gran historia, aunque tenía que aclararle algunas cosas. Pero como una vida de pérdida, fracaso y derrota no es ningún cuento, y mucho menos termina cuando uno se lo espera, el Gino continuó, debía llegar morderse la cola y culminar su sinrazón, el disparate que encarnaba, encontrarse y perderse en sí mismo una y otra vez. Más o menos así habló el Gino.
            Dijo que desde ese momento comprendió que esa esquina fue siempre sólo para él. Asumió el deber de cuidarla primero y recorrerla luego para siempre, de atravesarla una y otra vez en busca de la rata y del fantasma. Mi destino y el tuyo, el de todos nosotros, los de este lado, insistió. El desatino, mejor dicho, pensó decir el joven, pero calló la broma. Le entregó la última lata para que rematara pronto. Había bebido y escuchado suficiente. Necesitaba reposo y la historia del Gino se había tornado demasiado seria y pesada.
            Al día siguiente el Gino volvió a recorrer la cuadra y ocurrió lo mismo de la noche anterior. Una, dos, tres, diez veces. No se sorprendió. Con el tiempo se sucedieron las dudas y las conclusiones, la desesperación y la calma. Imaginó si las repeticiones, al recorrerse, dibujarían ciudades enteras, variaciones de la nuestra, pero desistió ante el despropósito de imaginarse no sólo ya ciudades ausentes, sino mundos ausentes, universos múltiples dependientes de la deriva de un cuerpo en una cuadra que da risa. De todo lo ideado, la imagen que más lo estremecía y lo sacudía en sueños era la de posibles otros, inconcebibles y absurdos Ginos transitando, equidistantes y reiterados, unos detrás de otros en un perpetuo ahora. La única solución probable a este delirio es la siguiente, sentenció el Gino: la esquina, la cuadra, quizá la manzana y el barrio completo, eran un punto ilimitado y periódico del espacio-tiempo, condenado a repetirse hasta el infinito con ligeras o pesadas diferencias, según el caso. Si el muchacho fuera otro, habría sospechado y se habría echado a reír de esa frase tan desmesurada y libresca. Pero sumido como estaba en su borrachera, creyó entender a medias las sutilezas del universo que en ese momento adherían un eslabón con el siguiente y lo rodeaban. Pero una falda ajustada a unos muslos que parecían a punto de explotar de palidez y carne, un bocinazo agorero, una bandada de palomas alzando el vuelo sobre su cabeza, el ladrido rabioso de un quiltro, etc., cualquier movimiento dentro del cosmos, por leve que fuera, servía para distraerlo y protegía el instante del desajuste, de una inalcanzable comprensión.
            Estaba perdido entre el aliento alcohólico del discurso del Gino y el de su silencio respetuoso. Sabía que tras sus palabras había una profundidad, un balde al que él recién se  asomaba, algo que germinaba y crecía en él, pero no terminaba- no podía terminar- en él. Para ser justos, borracho como estaba, no lo pensó pero sí lo sintió, se lo decía su estómago. Así como la esquina era sólo para el Gino, al estómago del joven le pareció que esta historia no era sólo suya. Una esperanza elegante se concretaba en ese encuentro, junto a la borrachera y gracias a ella. El Gino lo miraba como esperando las preguntas. Pero el estómago y el mareo y las náuseas obligaron al muchacho a sonreír y agradecer el momento, a prometer un pronto reencuentro. El Gino lo miró como se mira a un viejo conocido que se levanta de la memoria y aparece al otro lado de la puerta de una micro o un vagón que parte con nosotros, alguien a quien no alcanzaremos jamás a saludar, como alguien que debe volver al purgatorio de su pasado. Le sonrió con la mitad del rostro y le dijo Hasta siempre, cholito, ahí nos tamos viendo. El joven y su estómago obviaron el hecho de que sólo su abuelo lo llamó de ese modo alguna vez, y sólo en ese momento se dio cuenta que el Gino no sabía su nombre pues él nunca se lo dijo. Consideró que eso era insignificante, que su nombre era insignificante en esa historia y siguió su camino.
            Al otro día volvió al liceo, todavía mareado por el Gino y las cervezas. Por dos o tres semanas no pasó un instante en que la historia del Gino no se le colara por entre cada una de sus ideas. Mucho tiempo lo asaltaron las preguntas que no hizo sobre los espacios que dejaba la historia entre su abuelo y el Gino, entre su familia y el Gino, entre el Block del Hambre y los demás blocks de la Santa Casandra, los otros barrios, el país, la historia y el Gino. Recorrió la frontera en vano. No la veía. Por años pensó en ello durante cada momento libre, los cuales por supuesto fueron escasos en progreso. Siempre sacaba conclusiones, a veces algunas, a veces otras. Ya tiene veinticinco años, un hijo que le sonríe y un trabajo seguro que lo estruja. De vez en cuando el asunto vuelve a preocuparlo durante el par de minutos que sostienen el umbral del sueño, cuando piensa en la palabra azkurrir, en la frontera invisible, la esquina infinita e intangible, o cuando imagina que la realidad es un balde con agua donde al hundir la cabeza no pasa nada a menos que sacudas con todas tus fuerzas. Con el Gino jamás ha vuelto a cruzar palabra. La esquina sigue igual, él camina dos o cuatro veces al día por ahí. Jamás ha vuelto a recordar la Mitihueso calibre 22.


Escrito por: Lecturas Ciudadanas

Lecturas Ciudadanas es un micromedio de cultura, tendencias, crónicas y noticias. Es un micromedio del periódico El Ciudadano y sale al aire desde la ciudad de Santiago de Chile. Suscríbete, síguenos en facebook [facebook.com/lecturasciudadanas] en Twitter @lctrsciudadanas y forma parte de esta comunidad
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1 comentarios

  1. yo vivo en el block 21, de ese lugar. mi hija se para al lado del niño que mira al de los globos, preguntandome si es mas grande... creo saber quien es el Gino, una buena experiencia e historia... solo q segun lo nombrado la esquina es otra... por el otro lado de grecia.. pero hay mucho tras el silencio y "locura" de otro.

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