Fuera cual fuera la hora, el muchacho lo veía siempre como recién llegado, envarado en sí mismo. Una Báltica o Cristal en lata, la barba bíblica y carcelaria, a veces un cigarro consumido a medias adornándole la sonrisa trabajada para irradiar una cortesía que podía ser tanto fingida como real, invariable como la camisa celeste, una de esas camisas exiliadas en la ciudad, de las que se verían mejor sobre el cuerpo de un campesino bajo el sol de la siembra, y la chasca estilo de Gino Vannelli, que nos hizo olvidar su nombre real, Pedro, quizá Jorge o Luis, pocos se acuerdan. Podría decirse que la esquina era suya, pero es mejor exagerar que la esquina era él: Gino Gálvez, la esquina noreste de Avenida Grecia y Los tres Antonios, donde al decir de los más viejos comienza el Oriente de esta ciudad, aunque tomando en cuenta la cantidad de restaurantes chinos se puede decir que acá empieza el Oriente del mundo entero. A ellos, a los abuelos, les fascinaban y les abundaban ese tipo de frases donde todo comienza o termina, frases que cuando niños nos parecen decretos de ley, mantras o conjuros perentorios, y que más tarde se revelan como fortalezas o mansiones inexpugnables a las que si pudiéramos les prenderíamos un fuego literal . Así nos pasó a muchos con el Gino, la esquina y la ridiculez de esa frontera. Porque todos crecimos con el peso nocturno de la esquina, aunque de a poco ese peso dejaba paso a la levedad más brutal e indiferente. Y claro, el muchacho de este cuento, como tantos, nunca había pensado en todo esto con más detención que la escasa que se merece todo lo que nos parece ridículo. Hasta el día que conversó con el Gino.
Al Gino lo conocían todos en esas tres o
cuatro manzanas donde se encuentran los últimos blocks de tantos que rodean el estadio-
ese recinto yeta, cenizo y aguafiestas cuyo nombre no quiero decir, un puñado
de cemento vanidoso, viviendas sociales construidas por los últimos vascos
beatos del país, de los que además de colgar fotografías del padre Hurtado en
sus paredes, procuraban también mantenerse al tanto, más o menos, de lo que
publicaba, y que por si fuera poco escandalizaban a sus amistades cuando lo
defendían cada fin de semana en cenas con cuya comida se podían alimentar todos
los patroncitos huachos del Mapocho por un mes; digamos que esas buenas gentes
intentaron acercar los extremos de la ciudad y, por qué no, del país entero;
edificaciones valientes y orgullosas en confundir lo inconfundible, en igualar
el más y el menos, donde de uno a otro lado son distintos los gestos que otorga
la experiencia, otros los juegos infantiles y los afanes del vestir, otras
también las frases y expresiones que en vano cruzan desde y hacia los blocks del
Gino, de un lado hacia el otro de Avenida Grecia, de los blocks a las casas
aisladas con antejardín, y de vuelta de los antejardines al block en un
etcétera más allá de cualquier tiempo mental- pero estaba diciendo que en esas
últimas tres o cuatro manzanas de blocks todos lo conocían, también el
muchacho, aunque para él era como un dibujo perdido en manuscritos de una
leyenda que nadie podía ni quería ni tenía por qué contar. En la matemática de
los demás habitantes, el Gino siempre daba igual.
Ese
día, el muchacho se enteró que la madre y los hermanos del Gino, cuando éste no
era ni Gino ni Jorge ni Luis ni nada, nacieron y crecieron todos en el mismo
departamento, no muy lejos de la esquina donde termina la calle José Domingo
Cañas, la cual debe su nombre a un oligarca- fue la primera vez que oyó la
palabra- que se vanagloriaba de ayudar a los pobres a mediados del siglo XIX,
una esquina verde, amplia, con árboles que no se dignarían a crecer a la sombra
de ningún block, ahí nació y creció para otros fines el padre y los hermanos de
una de sus ex novias, en una casa cuyo terreno ostenta unos 500 m2. Ni la
aparente vecindad ni los esforzados revolcones juveniles sobre su cama
consiguieron que ella dejara de fruncir el ceño, ladear la cabeza y luego
sonreírse con ternura- o condescendencia- cada vez que el Gino conjugaba, según
la ocasión, el verbo azkurrir- así, con zeta y con ka, como lo escribe David
Aniñir, le dijo el Gino. No lo asimiló ella y no lo han asimilado los
diccionarios, así como él jamás salió del block- a pesar de algunas estadías en
el litoral o en alguna comisaría- ni ella de esa casa- a pesar de sus viajes
por Estados Unidos, Europa y la India: cada uno se ha mantenido metáfora de
cada uno, del otro y de todo lo demás. En ese y otros puntos conocidos o no, fueron
y morirán incomprensibles y extranjeros el uno para el otro. En fin, se puede concebir, pues pareciera que el destino aquí tira los
dados solo y rudo, que en esa apertura sinuosa del otro lado, reflexionaba el
Gino, los años, el liceo técnico contable, lo hayan acuñado a él y su historia
en esa esquina, a todos quienes heroicos y serviles sostenemos el velo eficaz,
el abismo invisible que divide tanto esta ciudad como el resto del terrario, de
la hacienda grande, o sea el país. Así más o menos habló el Gino.
En
ocasiones, le conversaba al muchacho ese día, el problema asomaba la coronilla
en sobremesas que se extendían más de lo recomendable, en conversaciones de
ancianas prematuras que intentaban ocultar su desesperación de fin de mes al
llegar a un almacén, y hasta el día de hoy, le dijo al muchacho mientras abría
los ojos como para escupirlos de sus órbitas, si se presta atención suficiente,
aunque se necesita un tipo de atención para la cual nadie tiene tiempo, se ve
que sigue asomándose con su gorrito de bufón. Pero cuando trabaja el tiempo,
decía el Gino volviendo a cerrar los ojos, al adulto en que a pesar de todo nos
convertimos deja de importarle, en la misma medida en que algunos nos
acostumbramos a marcar tarjeta, a marcar el paso; del mismo modo que terminamos
por olvidar las moscas sobre el almuerzo verano tras verano. Al escuchar esto,
el muchacho pensó cuántas veces se quejaba de la mierda que comía pero no dijo
nada. Pero volvamos al comienzo de la conversación.
La
esquina del Gino da inicio a una cuadra que permite proveerse de todo lo
básico: dos almacenes de abarrotes, una librería con artículos de oficina, una
reparadora de calzado, una lavandería, un local de videojuegos siempre
renovando su ruina y dos botillerías; en ese orden, de Sur a Norte, todos en el
primer piso del block N° 8, el Block del Hambre, que era el nombre que le daban
todos sin saber muy bien por qué. Las botillerías justificaban cada movimiento
del Gino, eran su centro gravitacional desde el momento en que salía de su
departamento y cruzaba los blocks de la Santa Casandra con el único fin de
mendigar lo suficiente para las dosis alquímicas de alcohol y tabaco, justas y
necesarias- dijo esto juntando las manos como para rezar pero le salió un
aplauso- para sostener la embriaguez de su esquina, de sí mismo. De vez en
cuando alguien lo veía comer algo, y así lo dijo: De vez en cuando alguien me
ve comer algo. Su vida la caminaba desgastando todas las formaciones y
deformaciones rectas o curvas posibles entre esos tres puntos, su departamento,
la botillería, la esquina; él le otorgaba la conciencia a esa cuaternidad
indescifrable, la cual es fútil y prescindible para profanos y turistas, pero sagrada
y angular para quienes sabemos que es eterna. Eso le dijo el Gino al muchacho
antes de contarle la historia de esa eternidad.
Esa
tarde el muchacho volvía del liceo como siempre, cansino, abúlico, odioso;
cansancio de todo, abulia por todo, odio contra todos. Decidió, no se sabe por
qué, interrumpir al Gino y su esquina, aunque decir que lo decidió convierte
esto en ficción, y más exacto sería decir que fue la esquina la que lo decidió
y lo interrumpió; no pudo eludir al Gino y su sonrisa pedigüeña, ensayada y
cotidiana, sino que le ofreció compartirse un par de cervezas, los cinco
cigarros que se apretujaban en su bolsillo y conversar un momento. Sorprendidos
los dos, el Gino aceptó la propuesta con otra sonrisa, esta amplia y generosa
en dientes amarillos y ausentes en partes iguales, un par de palmadas suaves al
hombro y casi gritando ¡Por supuesto, hermanito! ¡Pa qué más!
Primero
conversaron sobre los blancos del odio que ambos compartían, y luego de la vida
del otro, siempre amables y distendidos. Resultó que el Gino no sólo conocía
muy bien la esquina y el barrio, sino también a la familia del muchacho: fumó
marihuana junto a uno de sus tíos, se había peleado a puñete limpio, según él,
con otro por algo de fútbol, ayudó a su abuela incontables veces a trasladar
bolsas de supermercado, se había enamorado, como el muchacho durante su niñez, de la única tía, acompañó al abuelo al
fútbol tantas veces, cuando el Cacique jugaba en- y este es el nombre que le
dio el Gino- el Coliseo de la Mala Cuea.
Cuando
le contaba sobre la eternidad de la esquina, en un momento de semi-borrachera
en que hablar de eternidad es algo muy serio, le dijo Te voy a contar cuando se
hizo eterna, y luego de una fumada extensa, como si ese humo le permitiera
continuar, agregó Todo era medio normal hasta que me tocó vigilar esta mierda
de esquina, dijo mirando al suelo como para que éste le confirmara que sí, como
si le dijera que ahora sí era un buen momento para el relato. Y todos dejaron de hablarme, de hablarme como a
alguien normal. Sin dejar oportunidad a preguntarle Qué dijiste, le contó que
en la noche del 11 de setiembre- así lo pronunció, como su abuelo, escupiendo
la T, desterrando la P, no queriéndose acordar del año-
su contacto con el partido- no especificó cuál- golpeó su puerta y al abrir
encontró un papel, una nota cifrada con instrucciones. El papel- que le pareció
anémico, mezquino, cotidiano, y aun por lo mismo le pareció que se burlaba- lo
exhortaba, en siete palabras inteligibles sólo para él, a vigilar desde la
azotea del block número 8, el block del hambre, ahí en la esquina de Los tres
Antonios con Avenida Grecia, a mantener limpia y segura su calle hasta la
llegada del General Prats desde el Sur. Dudó el tiempo justo para que ahora
podamos decir que actuó con decisión y rapidez: sacó la Mitihueso- por Smith
& Wesson, especificó, aunque el muchacho no sabía de armas- de la caja de
zapatos bajo su cama, una matagatos Model 41 de calibre 22, oxidada, más vieja
que la esperanza; vistió su chaqueta de cuero, cogió un pan a medio endurecer
de la panera sobre el comedor, y sin despedirse de su madre salió a ocupar el
puesto que la Historia, sí, con mayúscula, enfatizó sin ironía ni sarcasmo, le
había deparado desde siempre. Había que defender la Revolución, con mayúscula
también. Dijo que tal vez en ese momento, desde que cerró la puerta y mientras
corría desde su block al Block del Hambre, recargó tanto la conciencia que se
volvió así como era, medio loco, en mitad de la noche todavía y siempre cálida
en la memoria, agazapado, tendido boca abajo como desapareciendo tras la copa
de agua, y dándose cuenta que acariciaba la Mitihueso tiritándole al extremo de
la otra mano, mirando de vez en cuando hacia la calle para ser el primero en
saludar la avanzada de Prats, o de los leales Pickering y Sepúlveda, creyéndose
en primera línea, adivinando o creyendo en los compañeros de lucha supuesta y
debidamente guarecidos en sus propias azoteas y patrullando alrededor de las
copas de agua en sus respectivos blocks, dispuestos a matar y morir sin dudas.
Y las preguntas de entonces las repitió ahora y para siempre en su conciencia,
la cual se confundía esa tarde con el ruido constante del paso de los vehículos
sobre la calle: ¿Cuántos éramos? ¿Decenas? ¿Centenas? ¿Millares por toda la
ciudad? ¿Todo el país? ¿Dónde habrá comenzado la resistencia? ¿Dónde habrá de
terminar? ¿Dónde murió el primero y dónde morirá el último? Dónde apuntar,
dónde ocultarse si era necesario, por dónde emprender la huída arbitraria,
instintiva. A veces todavía le parecía estar ahí, pero de inmediato lo
desechaba como alucinaciones, como cosas más literarias o de película, agregó.
No sabe por qué, pero cuando pensó en la resistencia sólo pudo imaginar
adolescentes; pensó en todos sus amigos y familiares más jóvenes, militantes y
no militantes, y ese pensamiento los ubicó a todos ellos sobre una infinidad de
blocks estratégicos a través del país completo. Se tranquilizó. Recién pasados
varios años se le ocurrió que eso era espantoso, ridículo y profético al mismo
tiempo.
Todas
las conjeturas estallaban en la noche sospechosa en su silencio cómplice.
Escuchó o creyó escuchar aviones, helicópteros rasantes, escuchó o creyó
escuchar tanquetas, escuchó o creyó escuchar la resistencia en pleno, las
órdenes de la comandancia central, el metálico traquetear del Destino con
mayúscula- el muchacho se resignó a aguantar la risa ante esas mayúsculas- del
suyo y el de todos. Pero el silencio, un silencio que fue como un simulacro triste
pero fidedigno de la nada, era la única respuesta. Caviloso- el muchacho se
resignaba a no comprender ni poder memorizar ciertas palabras- atisbó una
sombra bajando rauda del block de enfrente, que bien podía ser un fantasma en
carrera desesperada hacía el vacío o hacia el paraíso o bien una rata de vuelta
a la cloaca de la cual se arrepentía de haber salido. Pensó que podía ser un
enemigo. Sin olvidarse pero tampoco sin sopesar los peligros, supo de inmediato
que debía seguirlo. Esa sombra era un peligro. Bajó a su vez las escaleras, tan
rápido que le dio la impresión de la inmediatez. Escuchó su corazón, los pasos
del que huía, ambos al ritmo de la Historia, o de la Derrota, que es lo mismo.
Y corrió y gritó tras el fantasma, la rata, el enemigo. ¿Qué esperaba? ¿Qué
pretendía? Salvarlo. Rescatarlo del pozo negro al cual se abalanzaba. Corrí y grité
con toda la fuerza que tenía en esos años, dijo. De pronto me di cuenta que
corríamos en línea recta, pero también en círculos. Recto, hacia adelante, y
sin embargo circular, de vuelta al punto de partida. ¡Como la canción de La
Renga, como la Historia, hermano, se me repitió esta cuadra, tres, cinco, diez,
absurdas veces, siempre tras el fantasma y tras la rata cobarde, infame, sin
rostro! Después de la botillería, por ese pasaje a la derecha, tres cuadras al
Oriente, después giraba al Norte, dos cuadras y otra vez aquí, en esta esquina.
No me lo crees, pero así fue. No sé si fueron minutos u horas. Quizá hasta el
amanecer. Y del fantasma nada. Lo perdí en una de las tantas vueltas. Volví a
mi puesto de vigilancia y en el camino sentí que me arrojaban un balde de agua
fría, agua polar, y se me ocurrió que en realidad eso que había visto me perseguía a mí. No sólo me perseguía,
sino que ya me había alcanzado y me observaba. Corrí de vuelta, subí, y quise
revisar la Mitihueso por si acaso los milicos o los niños. No me preguntes por
qué niños, pero pensaba en ellos mientras imaginaba a uno de Patria y Libertad
apuntándome con una sonrisa y una Luger, una Parabellum. Sentía que la rabia me
quemaba, me olvidaba del agua polar, quería matar a varios en nombre de Allende
y tenía que estar preparado. Y abrí el arma. Y ahí se me apagó la rabia ¡Dos
balas, hermano, me dejaron dos putas balas! ¡Un pendejo de diecisiete años con
dos balas!¡Los muy hijos de puta! No pude pensar en nada. Ahí fue como entrar
al vértigo de un torbellino de blancura y entrañas escondido en un balde.
Insalvable. Y ahí me quedé. El Gino calló y ambos aprovecharon la pausa para
beber.
Estaba
solo. Las ratas huyeron, pensé, seguía diciendo el Gino, y me quedé solo. Nunca
hubo nadie en las azoteas, nadie defendía porque no había nada que defender.
Nos quedamos solos, hermano, en todos los blocks del barrio, del país. La ratas
nos comieron la carne y se disfrazaron con nuestro pellejo, éramos todos la
misma mierda, ¡pá!, al fondo del balde. El Gino construyó un silencio grave
entre lo dicho y lo por decir, apurando lo último de la lata de cerveza.
Continuó diciendo que se quedó solo porque también él había huido, como todos,
que no era diferente. El muchacho creyó que lloraría, pero no, el Gino sólo
sonrió ese día y miró por el agujero al fondo negro de la lata. Y bueno, así
termina la historia, conmigo en esta esquina, dijo, recorriendo la misma cuadra
una y otra vez. ¡Y claro, los chacales en el poder, colorín colorado! Carcajeó.
Hasta
aquí el muchacho podía entender al Gino, seguía su hilo aunque no conociera
ciertas palabras- sobre todo esas con mayúsculas-, creía en su punto final, percibía
algo detrás de lo que decía, como la pulpa de esa fruta exótica que era su
cuento. El muchacho paseó la vista a su alrededor y disfrutó ser parte en ese
momento de la esquina y de la Santa Casandra. Al contrario de lo que creyó,
nadie los miraba. Algunos volvían del trabajo y seguro no pensaban en nada,
mientras un grupo de niños corría tras una pelota invisible, que sólo pudo
adivinar en ese vistazo. Quiso decirle al Gino que era una gran historia,
aunque tenía que aclararle algunas cosas. Pero como una vida de pérdida,
fracaso y derrota no es ningún cuento, y mucho menos termina cuando uno se lo
espera, el Gino continuó, debía llegar morderse la cola y culminar su sinrazón,
el disparate que encarnaba, encontrarse y perderse en sí mismo una y otra vez.
Más o menos así habló el Gino.
Dijo
que desde ese momento comprendió que esa esquina fue siempre sólo para él.
Asumió el deber de cuidarla primero y recorrerla luego para siempre, de
atravesarla una y otra vez en busca de la rata y del fantasma. Mi destino y el
tuyo, el de todos nosotros, los de este lado, insistió. El desatino, mejor
dicho, pensó decir el joven, pero calló la broma. Le entregó la última lata
para que rematara pronto. Había bebido y escuchado suficiente. Necesitaba
reposo y la historia del Gino se había tornado demasiado seria y pesada.
Al
día siguiente el Gino volvió a recorrer la cuadra y ocurrió lo mismo de la
noche anterior. Una, dos, tres, diez veces. No se sorprendió. Con el tiempo se
sucedieron las dudas y las conclusiones, la desesperación y la calma. Imaginó
si las repeticiones, al recorrerse, dibujarían ciudades enteras, variaciones de
la nuestra, pero desistió ante el despropósito de imaginarse no sólo ya
ciudades ausentes, sino mundos ausentes, universos múltiples dependientes de la
deriva de un cuerpo en una cuadra que da risa. De todo lo ideado, la imagen que
más lo estremecía y lo sacudía en sueños era la de posibles otros,
inconcebibles y absurdos Ginos transitando, equidistantes y reiterados, unos
detrás de otros en un perpetuo ahora. La única solución probable a este delirio
es la siguiente, sentenció el Gino: la esquina, la cuadra, quizá la manzana y
el barrio completo, eran un punto ilimitado y periódico del espacio-tiempo,
condenado a repetirse hasta el infinito con ligeras o pesadas diferencias,
según el caso. Si el muchacho fuera otro, habría sospechado y se habría echado
a reír de esa frase tan desmesurada y libresca. Pero sumido como estaba en su
borrachera, creyó entender a medias las sutilezas del universo que en ese
momento adherían un eslabón con el siguiente y lo rodeaban. Pero una falda
ajustada a unos muslos que parecían a punto de explotar de palidez y carne, un
bocinazo agorero, una bandada de palomas alzando el vuelo sobre su cabeza, el
ladrido rabioso de un quiltro, etc., cualquier movimiento dentro del cosmos,
por leve que fuera, servía para distraerlo y protegía el instante del desajuste,
de una inalcanzable comprensión.
Estaba
perdido entre el aliento alcohólico del discurso del Gino y el de su silencio
respetuoso. Sabía que tras sus palabras había una profundidad, un balde al que
él recién se asomaba, algo que germinaba
y crecía en él, pero no terminaba- no podía terminar- en él. Para ser justos,
borracho como estaba, no lo pensó pero sí lo sintió, se lo decía su estómago. Así
como la esquina era sólo para el Gino, al estómago del joven le pareció que
esta historia no era sólo suya. Una esperanza elegante se concretaba en ese
encuentro, junto a la borrachera y gracias a ella. El Gino lo miraba como
esperando las preguntas. Pero el estómago y el mareo y las náuseas obligaron al
muchacho a sonreír y agradecer el momento, a prometer un pronto reencuentro. El
Gino lo miró como se mira a un viejo conocido que se levanta de la memoria y
aparece al otro lado de la puerta de una micro o un vagón que parte con
nosotros, alguien a quien no alcanzaremos jamás a saludar, como alguien que
debe volver al purgatorio de su pasado. Le sonrió con la mitad del rostro y le
dijo Hasta siempre, cholito, ahí nos tamos viendo. El joven y su estómago obviaron
el hecho de que sólo su abuelo lo llamó de ese modo alguna vez, y sólo en ese
momento se dio cuenta que el Gino no sabía su nombre pues él nunca se lo dijo. Consideró
que eso era insignificante, que su nombre era insignificante en esa historia y
siguió su camino.
Al
otro día volvió al liceo, todavía mareado por el Gino y las cervezas. Por dos o
tres semanas no pasó un instante en que la historia del Gino no se le colara
por entre cada una de sus ideas. Mucho tiempo lo asaltaron las preguntas que no
hizo sobre los espacios que dejaba la historia entre su abuelo y el Gino, entre
su familia y el Gino, entre el Block del Hambre y los demás blocks de la Santa Casandra,
los otros barrios, el país, la historia y el Gino. Recorrió la frontera en vano.
No la veía. Por años pensó en ello durante cada momento libre, los cuales por
supuesto fueron escasos en progreso. Siempre sacaba conclusiones, a veces
algunas, a veces otras. Ya tiene veinticinco años, un hijo que le sonríe y un trabajo
seguro que lo estruja. De vez en cuando el asunto vuelve a preocuparlo durante
el par de minutos que sostienen el umbral del sueño, cuando piensa en la
palabra azkurrir, en la frontera invisible, la esquina infinita e intangible, o
cuando imagina que la realidad es un balde con agua donde al hundir la cabeza
no pasa nada a menos que sacudas con todas tus fuerzas. Con el Gino jamás ha
vuelto a cruzar palabra. La esquina sigue igual, él camina dos o cuatro veces
al día por ahí. Jamás ha vuelto a recordar la Mitihueso calibre 22.
yo vivo en el block 21, de ese lugar. mi hija se para al lado del niño que mira al de los globos, preguntandome si es mas grande... creo saber quien es el Gino, una buena experiencia e historia... solo q segun lo nombrado la esquina es otra... por el otro lado de grecia.. pero hay mucho tras el silencio y "locura" de otro.
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