El día 27 de Noviembre la Nueva Editorial Montacerdos, dirigida por los escritores Luis López Aliaga, Diego Zúñiga y Juan Manuel Silva, hizo su estreno en sociedad lanzando su primer libro: “Cuando Hablábamos con los Muertos”, una trilogía de relatos de la narradora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). Además de celebrar el nacimiento de esta nueva editorial, que a partir de este libro se le puede vaticinar un futuro promisorio, dejo aquí mis divagaciones y delirios luego de la lectura del tremendo texto de Mariana.
Vocación de médium
- Cuando hablábamos con los muertos
de Mariana Enríquez-
por Nona Fernández
En el mes de Julio de 1998 mi abuela falleció. Tenía noventa años y los últimos treinta los había dedicado casi en exclusividad a verme crecer. Cuando me avisaron de su muerte, sentí el peso de la noticia en el cuerpo, específicamente como una descarga eléctrica que recorrió mi columna vertebral desde el coxis hasta la nuca. Pasé los primeros meses de su ausencia con ese escalofrío instalado en mi espalda. El tiempo lo atenuaba, pero reaparecía cada vez que encontraba una de sus canas en algún cojín del sillón de la casa de mi madre. Durante esos días de duelo tuve un sueño que se me repitió varias noches. En el sueño, yo estaba en mi departamento cuando recibía una llamada telefónica. Al responder nadie contestaba. Sólo se podía intuir una presencia desde el otro lado, quizá un respiración. Como los sueños no van de la mano de la lógica, yo hablaba sola aunque nadie respondiera. Supongo que lo hacía porque estaba segura de que la que me escuchaba en silencio, atenta, en línea conmigo desde algún lugar, era ella. Yo le preguntaba cómo estaba. Dónde estaba. Si se encontraba bien. Pero no había respuesta para ninguna de mis preguntas. Sólo el silencio y luego el sonido del pito del teléfono indicando que la conexión había llegado a su fin. No era posible poner una moneda e intentar hablar un poquito más. La comunicación se había cortado definitivamente.
Morir debe sentirse un poco así.
Como una llamada telefónica interrumpida a la mitad.
¿En qué línea se encuentran nuestros muertos? ¿Qué código telefónico marcamos para comunicarnos con ellos? ¿Qué carrier ocupamos? ¿Qué operadora puede ayudar con la conexión?

Quizá el secreto de este don tenga que ver con habitar la piel de una adolescente. Tener ese arrojo como el que tienen las cinco protagonistas del primer cuento del libro, que se juntan alrededor de una tabla de ouija a cazar espíritus y a entablar conversaciones con los muertos. Y es que estas cinco amigas se manejan perfectamente en el mundo de los espíritus, conocen ya sus mañas, su naturaleza incómoda y frágil, saben convocarlos con la técnica adecuada para que ellos estén cómodos y puedan responder todas las preguntas que ellas, cuál detectives, tienen que hacer. Porque en este cuento, como en cualquier sesión de espiritismo, hay preguntas serias por hacer. Julita, por ejemplo, quiere saber dónde están los cuerpos de sus padres detenidos desaparecidos. Julita, por ejemplo, quiere incluso hablar con ellos.
“Para hablar con los muertos
/hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan fácilmente/
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad./ Palabras claras y tranquilas/ como el agua del torrente domesticada en la copa/ o las sillas ordenadas por la madre
después que se han ido los invitados.” Así propone Jorge Teillier en su poema Para Hablar con los Muertos. Este es un método delicado, como el que se usa cuando uno quiere hablar con alguien que ha pasado por algo doloroso. Y es que después de un accidente, después de un trauma, después de una gran perdida, después de la muerte, nadie tiene muchas ganas de hablar. Las víctimas hablan poco. Cualquier detective sabe eso. Cualquier espiritista también.
En “Las cosas que perdimos en el fuego”, el segundo de los cuentos de este libro, una víctima decide hablar en un vagón del metro. Es una mujer que ha sido quemada por su marido. Su cara se encuentra completamente desfigurada, sin un ojo, sin pelo, sin labios, es un monstruo, alguien que debiera esconderse, desaparecer. Pero ella no lo hace. Mariana, como buena espiritista, le da la posibilidad de manifestarse en el metro frente a todos y dar la cara para narrar el horror que vivió. Quizá sea su ejemplo el que aliente a sacar a la luz otros casos iguales al de ella. Quizá sea este ejemplo el que sirva de iniciativa para las mujeres que comienzan a quemarse solas en la ciudad en señal de protesta. “Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si es que no se mueren.” Así dice la chica del metro enarbolando la nueva causa femenina. Basta de quemarnos, se puede leer en los carteles que se ventilan en la calle. Como una peste, las mujeres comienzan a arder en señal de rebelión.
Imposible leer este cuento y no recordar a Carmen Gloria Quintana, la joven que fue quemada junto a Rodrigo Rojas De Negri por una patrulla de militares en Julio de 1986. Preparándose para una jornada de protesta, los dos jóvenes fueron interceptados por los militares, rociados con parafina y luego encendidos en una gran hoguera humana. La quema de los brujos en pleno barrio poniente de Santiago de Chile. Rodrigo Rojas no sobrevivió a las quemaduras, pero Carmen Gloria, tal como la chica del metro del cuento de Mariana, lo hizo para contar su historia y arrojarla a todo aquel que ha querido escucharla. Revivir el fuego con el horror instalado en el cuerpo, en cada una de las cicatrices que surcan su piel. “Nosotros las víctimas sentimos que molestamos”, dijo Carmen Gloria hace poco en una entrevista que leí en el diario a propósito de las elecciones presidenciales. Y es que claro, las Julitas que buscan a sus padres desaparecidos y las chicas quemadas del metro que gritan la ferocidad del abuso, son incómodas y frágiles como los son los espíritus, como lo son las ánimas que penan por un poco de atención. Recoger esas voces, convocarlas desde la periferia y hacerlas presente, es la oscura apuesta que hace Mariana Enríquez.
En “Chicos que vuelven” el último de los textos de este libro, Mechi, la protagonista, trabaja manteniendo y ordenando el archivo de chicos perdidos y desaparecidos en la ciudad de Buenos Aires. Un listado enorme de nombres y rostros fotografiados y testimonios de sus familiares y amigos señalando el momento de la pérdida. Niños que ya no están, que rondan en algún lugar escondido de quién sabe dónde. Mechi se dedica a ordenar y a cuidar el archivo como quién cambia las flores y las velas de las tumbas de un cementerio. “La mayoría de los chicos que faltaban eran chicas adolescentes. Que se iban con un tipo mayor, que se asustaban por un embarazo. Que huían de un padre borracho, de un padrastro que las violaba de madrugada, de un hermano que se les masturbaba por la espalda, de noche. Que iban al boliche y se emborrachaban y se perdían un par de días, y después tenían miedo de volver. También estaban las chicas locas, que escuchaban un clic en la cabeza la tarde que decidían dejar de tomar la medicación. Y las que se llevaban, las secuestradas que se perdían en redes de prostitución para no aparecer jamás, o aparecer muertas, o aparecer como asesinas de sus captores, o suicidas en la frontera de Paraguay, o descuartizadas en un hotel de Mar del Plata.”
En el mismo poema que ya cité, Teillier dice que los muertos son miedosos como los primeros pasos de un niño. ¿Dónde han ido a dar todos nuestros niños perdidos? ¿Dónde están los chicos que desaparecieron en Buenos Aires? ¿En Santiago? ¿En Bogotá? ¿En Tacna? ¿En Arequipa? ¿En Ciudad Juárez? Los imagino asustados y nerviosos, habitando un espacio en el que han caído como una condena, llevando el peso de la vida construida por otros sobre sus hombros, encerrados en una dimensión paralela donde no hay posibilidad de establecer ningún tipo de comunicación. Pero Mariana Enríquez, que tiene el don, que maneja el shining, con la estrategia del buen detective y el cuidado y la técnica del buen espiritista, instala la escena imposible que ninguna brigada de policía en ningún lugar del mundo ha logrado concretar. Los chicos vuelven. Todos los chicos vuelven. Inesperadamente, un día salen de su escondite y regresan a la vida.
Espíritus antojadizos, adolescentes desprejuiciadas, tablas de ouija con la música de Slayer como telón de fondo, niñas que quieren saber dónde está el cuerpo de sus padres, fantasmas fascistas, detenidos desaparecidos, femicidios, mujeres ardiendo como brujas medievales en la ciudad de Buenos Aires, chicos tragados por el abuso, la violencia, la prostitución, las drogas, chicos desaparecidos que deciden volver, todas imágenes inquietantes y oscuras que mezclan épocas pasadas y presentes, que en la caligrafía de Mariana Enríquez se despliegan con delicadeza y cuidado, porque esta escritora con vocación de médium sabe que trabaja con materiales frágiles, con voces que no quieren hablar, pero que seducidas por su pluma perturbadora se manifiestan en este libro como en un gran aullido en medio de la noche.
Quiero cerrar tal cual como partí hablando de comunicaciones interrumpidas. Pasaron dos años después de la muerte de mi abuela cuando una noche volví a soñar con ella. En el sueño, yo llegaba a la casa en la que nací y ahí me encontraba con ella esperándome junto a sus hermanos, todos muertos hace un tiempo, felices de recibirme de visita. En el comedor de diario habían montado una gran once con pasteles. Todo parecía ser el festejo de algo, sólo que yo no entendía de qué. En el sueño seguía la corriente de la celebración, como lo hacía cuando ellos estaban vivos y sus cabezas debatían entre la lucidez y la senilidad. A todo les decía que sí, a nada me negaba. En un momento del sueño yo debía irme, pero antes de hacerlo mi abuela me abrazaba muy apretado, y me entregaba un regalo, que era un collar de conchitas blancas. A mí nunca me han gustado los collares, y menos de conchitas blancas, pero lo agradecía, porque estaban todos tan felices, que no podía hacer otra cosa que festejar con ellos aunque no entendiera de qué se trataba el festejo. Dos semanas después, en mi vida real, lejos de las sábanas y el sueño, me enteré que estaba embarazada. Fue imposible no acordarme de mi abuela, de su celebración incomprensible, y del collar de conchitas blancas.
Mariana Enríquez tiene razón. Si se quiere, se puede hablar con los muertos. Sólo hay que tener paciencia. La comunicación no está cortada. Porque tal como decía Teillier en su poema, Para hablar con los muertos, hay que saber esperar.
No hay comentarios