Pienso a veces en esa idea de que “el
parentesco no implica cariño”
y a veces creo que es cierto, pero resulta
inevitable sentir culpa. No sé por qué.
Por Angela Barraza
Una de las formas que mi padre tenía de
mortificarme (cuando era niña) era
decirme que habían encontrado en la ladera del río Mapocho a una criatura que
parecía un guarén. Luego de que no vieron la cola se dieron cuenta de que era
un bebé tan pequeño que cabía en una caja de zapatos (Esta historia la he
escuchado muchas veces en bocas de amigos, entonces me doy cuenta de que mi
viejo no era muy original) y entonces me decía que buscó una cajita entre la
basura me puso adentro y me llevó a casa.
Desde entonces me puse a buscar las diferencias
que existían entre mi familia y yo. A pesar de que soy calcada a mi hermano y
de que siempre supe que realmente era hija de mis padres, nunca dejé de
considerar la opción de que era adoptada, porque las diferencias se fueron
acentuando a medida de que iba creciendo y hemos llegado a un punto en el que,
si bien nos amamos, también somos capaces de entender que la vida ha vuelto
nuestros caminos tan divergentes que a penas y podrían llegar a ser asociables.
A pesar de mis prematuros cuestionamientos
sobre la diferencia, siempre noté esa voluntad de las familias por identificarse
dentro de un clan, de una estirpe, de una condición social, de una historia
familiar, de una descendencia en la cual existen valores y rasgos de
personalidad que busca una perpetuidad a costa de lo que sea. Y debo reconocer
que me parece ridículo buscar esos parecidos, sobre todo en los recién nacidos,
como una necesidad de reafirmarse que la guagua es de uno y que no te la
cambiaron en la clínica o en el hospital, o lisa y llanamente de que al papá no
le metieron gato por liebre.
Pero nunca he visto una voluntad real por
descubrir quién mierda es la persona que tienes al lado cuando se trata de un
familiar. Como que se asume que el pariente es parecido a vos porque tiene, en
alguna parte de su ADN, una información genética similar a la tuya. Y se sobre
entiende el cariño, únicamente porque tenemos el mismo apellido, o porque tu
tía tiene el mismo apellido de tu mamá.
Pienso en las eternas reuniones familiares de
domingo ¿Qué pasaría si nos diéramos cuenta de que realmente somos muy
diferentes de nuestros familiares? ¿Qué pasaría si te dieras cuenta de que el
parentesco que nos obliga a compartir no es tal? ¿Si nos diéramos cuenta, por
ejemplo de que nuestra madre o nuestro padre es adoptado y entonces nuestros
tíos no son nuestros tíos y nuestros primos nada tienen que ver realmente con
nosotros mismos? ¿Nos quedaríamos entonces a presenciar esas tardes eternas de
asado y a rememorar con licoreado júbilo por el pasado? ¿Seríamos tan
condescendientes y amables frente al escarnio público al que somos sometidos
familiarmente por lo que somos? ¿Cómo funcionan los procesos identitarios en
los niños? ¿Por qué buscamos reconocernos en otro, y como parte de un todo y de
un entorno familiar?
Pienso a veces en esa idea de que “el
parentesco no implica cariño” y a veces creo que es cierto, pero resulta
inevitable sentir culpa. No sé por qué.
No es que tenga nada en contra de las familias
pero creo que debo reconocer que me abruman. Me asustan un poco. Aunque ya me
he entregado a la tarea de armar la mía. Y en el proceso me he cuestionado realmente
ese voluntarismo de clan, sobre todo cuando noto la incomodidad de mis propios
hijos en determinadas situaciones, principalmente en las que tienen una
connotación valórica en la que hay severas diferencias de opinión, como es el
caso de cuando hablamos de homosexualidad, o de diferencias sociales. Y mis
padres se esmeran en dejar bien clara la posición de que los homosexuales los
violentan en sus demostraciones públicas de afecto y en que todo estaba mejor
antes cuando todos sabían que ciertos sujetos eran “mariconcitos” mientras mi
hermano y yo les explicamos que las manifestaciones de afecto se dan a nivel de
seres humanos, sin importar sus condiciones sexuales o la genitalidad de cada
individuo.
Por otra parte aparece mi hermana en silencio y
riéndose con cara de que, o está muy incómoda con la conversación, o de que
definitivamente no entiende nada. Y mi ex cuñada, para alivianar las tensiones,
sale hablando de la pega en el Servicio de Impuestos Internos, que representa
todo lo que yo más odio del país, mientras mis hijos nos miran en silencio y
sintiendo un poco de culpa por querer mucho a su tío Roberto y porque los
abuelos dicen indirectamente que es degenerado porque ama a otro hombre. Y sienten culpa por querer a
su tía (mi ex cuñada), cuando saben que yo detesto todo lo que ella es y
representa en cuanto al desamparo del estado chileno y su neoliberalismo atroz
que nos obliga a ser ciudadanos de una administración que no nos garantiza
absolutamente nada, sino que por el contrario, nos roba y nos somete.
Dinámicas como esta se presentan al menos dos
veces por mes en la casa de mis padres y es divertido pensar en ellos, que
están creciendo en estas dinámicas de diferencias tan radicales y que, sin
embargo, igual designamos parte de nuestro tiempo para someternos a estas veladas
incómodas en las que cada uno de los personajes representan a un estereotipo
social tan reconocible que podrían usarnos para Wikipedia.
Hace poco les leía a mis hijos el libro “La sonrisa de los cocodrilos” de FCE. Es un
libro bellísimo, muy mexicanote, así bien chulo,
que tiene unas ilustraciones de pelos y unos modismos mexicanos riquísimos que
ellos entienden perfectamente gracias a las traducciones de los dibujos
animados, onda Dora la Exploradora, y este libro habla un poco de esto que les
narro. De las diferencias que se dan en torno a la familia y también habla de
la adopción de una forma bien acabada, que permite que ellos mismos puedan
inferir sus propias conclusiones respecto del tema. Y fue lo mejor que pude
haber hecho, pues creo que en alguna medida me permitió ver cuál es la
percepción de ellos frente a estas dinámicas de corte familiar que les conté
anteriormente y creo que tienen bien
resuelta su realidad y sus capacidades de acción frente a las opiniones que
pueden o no emitir en esta fauna de adultos que los rodean. Me sorprendió la
manera en que integran y naturalizan las divergencias en los puntos de vista
que manejamos frente a los diversos temas, incluso los más peliagudos que
también pasan, incluso, por la religión.
Lo más divertido fue que también notaran esa
profunda diferencia que hay entre ellos y yo, que intuía, y que no me
defraudaran en lo absoluto al reafirmarme que se saben distintos a todos
nosotros y que a pesar de eso, nos quieren igualmente por lo que somos y no
necesariamente porque tenemos el mismo apellido. Sino por lo que hemos
compartido durante “todos estos años de la vida”. Es chistoso que lo plantearan
así, porque apenas tienen 5 y 7 años.
Y además me reafirmaron sus afectos por la tía Roberto
o por nuestros amigos homosexuales que visitan constantemente la casa, a pesar
de lo que piensen los parientes, porque como ellos mismos me dijeron saben que son buenas personas y que por el solo hecho
de ser personas, merecen decir que quieren a alguien (sic.)
Quizás, si no me hubiese topado con este libro,
jamás me hubiese atrevido a conversar el tema de la familia y de los afectos
con ellos, porque yo ya estoy demasiado aburrida de intentar convencer a los
que me rodean de lo que pienso, por el sólo hecho de creer que, porque éramos
familia, debíamos converger no sólo en genes, sino también en creencias y
recién ahora comprendo que estaba equivocada. Ahora entiendo que todo parte por
aceptar y por ver hasta dónde soy capaz de hacerlo. Hasta dónde estoy dispuesta
a compartir, y también advertir cuándo es el momento exacto para decir “ya, es
hora de irme, nos vemos el próximo domingo” aunque a veces no sea tan cierto y
pasen un par de meses antes de coger el valor necesario para entrar nuevamente
en la dinámica de la familia tradicional que dice lo que debe decir o calla lo
que debe callar. La mía, definitivamente, no es nada tradicional.
Ficha catalográfica
BARANDA MARIA
LA RISA DE LOS COCODRILOS/—
—(Colec. EL NARANJO)
Reseña: Jonás tiene una pregunta importante y sabe que Ombi, la famosa contesta-cartas, le puede ayudar a responderla. Ella buscará por todas partes la respuesta que cambiará la vida de él para siempre, pero también la de ella. En esta historia cada uno de los personajes mostrará sus dudas y anhelos, sus razones para vivir y encontrará su lugar especial en el mundo, más allá de lo que mira un pájaro o de la simple risa de los cocodrilos.
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