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Quién iba a prever que el amor   ese informal
se dedicara a ellos tan formales
Mario Benedetti



Probablemente ella haya negado durante casi toda su vida la posibilidad de amar por culpa de ese defecto que tiene en el paladar. Él, por su parte, con su cojera aprendió a llevarle el ritmo a la soledad y se metió en la cabeza eso de que nunca iba a ser completamente feliz. Un día se encontraron. No sé cómo pero se gustaron. Armados de valor y encontrando la belleza ahí donde aparentemente no la había terminaron por besarse. Hoy son felices o al menos lo parecen.

Se conocieron hace años. Ella en ese entonces atendía en la botillería de aquí cerca y se tapaba la boca al hablar. A mí la verdad me ponía un poco intranquilo, no sé, como que se me va en collera eso de tratar de parecer que no te das cuenta de la incomodidad de alguien y por lo general la gente que tiene un defecto tiende a taparlo con la mano, cosa que más lo acentúa. Un día fui con él, mi amigo el cojo, que por cierto se llama Renato, aunque no le molesta que le digamos cojo, pero probablemente a ti lector si te incomoda el que lo llame de esa manera. La cosa es que fuimos juntos, compramos cigarros, cerveza, maní, qué sé yo. Al salir mi amigo me dijo algo así como Igual está bien guapa la niña, La gangosa? respondí, Si ella, dijo Y yo le miré con cara de que me estaba hueviando. Bueno, qué más podría permitirse el cojo, pensé. Y si, está bonita, le dije y mentí. Unas semanas después el cojo siguió comprando ahí aunque le quedaba retirado de casa. Cuento corto: terminaron saliendo y en unas semanas ya tenían algo parecido a un compromiso. Hoy viven juntos y de vez en cuando nos vemos, no mucho en realidad, porque las parejas felices terminan por ser felices de una manera que me perturba un poco, con esos lenguajes de alcoba que relucen como guirnaldas en medio de una conversación cuando uno llama al otro por el meloso nombre de Vidita, Gordo, Gordita o Chimichurri. A mí me suenan como suena un tenedor pasando por un plato. Como que me duelen entre el ojo y la oreja. Prefiero evitarlos.  

Pudiera parecer que me burlo, pero no. Hablo nada más, escribo en voz alta. Pienso en la forma que tenemos de relacionarnos, la manera inagotablemente extraña con que elegimos a quien amar, besar o llevar de la mano de un lado a otro. Si el lector ha tenido la fortuna de aparearse sabrá a qué me refiero. Uno a veces elige y otras veces nada más es elegido. A veces unilateralmente y en otras (no me ha pasado, carraspeo al decirlo) por conformismo dos personas se unen sin siquiera gustarse porque no les queda otra. Pienso también en la televisión, en los estereotipos, en la belleza (con mayúscula Belleza) y en todas esas cosas que han terminado por llevarnos de cabeza a querer ser siempre un objeto de deseo aún cuando sabemos que la hermosura, así como la entendería el dueño de un gimnasio, es francamente una ironía.

Con los años he comprendido que una mujer hermosa, por ejemplo, es más hermosa en cuanto más inteligente y también he aprendido que una mueca, su huella incluso, producto de una forma de hablar son harto más estimulantes que unos ojos azules. Si alguien ha tenido la oportunidad de conocer minas lindas sabrá que no hay algo más aburrido que una Barbie (algún día les contaré la historia de mi amiga ninfómana que ahora sale en la tele). Como decía es en los detalles, en las pequeñas pifias incluso, donde habita una huella digital de la belleza que es la que te dice que una imperfección vale más que un par de tetas turgentes como pelota de la Eurocopa. Cuando las pifias son grandes (como la cojera de Renato o la forma de hablar que tiene Marité, así se llama ella la niña gangosa) pareciera ser que es más difícil hallar sentido en lo de relacionarse y entonces se oculta más y más la parte interesante de cada uno. Resulta que hay que excavar para llegar a estar en posesión de ese otro. Insisto, la televisión y todas esas cosas han incrementado nuestra necesidad de vernos parecidos a las figuras de las pelis. Siempre radiantes y hermosas, eternamente bellas, perfectas, jamás hediondas, nunca aburridas. Pero la vida dura más de 120 minutos sin comerciales y ahí radica la valla más puntiaguda de la historia, la más alta, la que te raja en dos la entrepiernas al querer cruzarla. Lo que pasa es que la vida es más larga que la mierda. Y junto con otra persona es más larga aún. Lo que quiero decir es que al final uno no elige con quien se queda, sino que la sociedad te elige. Los bonitos por una parte, los feos, los chuecos, los guatones por otra. Tomates de exportación no han de tocar jamás a los tomates chicos, por muy Limachinos que sean. Y hay quienes nacieron para pasar directamente a ser salsa, como mi amigo Renato, que si hubiera sido tomate habría sido el más apachurrado del cajón. Y ahí lo ves, muy acaramelado con su Marité, enamorado hasta las pepas.


Indiscutiblemente el mundo acaba por ser injusto, creo. Dar con lo que uno quiere es una tarea que a veces termina por modificar lo deseado en pro de agarrar con las dos manos la carta ganadora del blufeo. Estamos adentro de una sociedad fangosa, injusta, desmedida, cada vez más inhumana. Y entonces esos pequeños abrazos como el del cojo y la gangosa terminan por brillar como perlitas falsas en medio de una torta. Un beso que jamás ganaría el primer lugar en un concurso de besos, una pareja que en la fiesta siempre habrá de bailar sin problemas porque alguien les quiera quitar la mina o el mino al otro y no serán tampoco la foto más repetida de la noche. Un monumento a la conformidad, igual que tú que vas de camino al trabajo y miras, no a la mina más alta del metro, sino a la que tiende a leer un libro que es el que también leerías tú y te enganchas. Porque digámoslo, hay que ser valientes, y no menos calientes, para salir a dar la cara al día a día sin caer en la desesperación de saber que nunca vas a tocar un poto como los de la tele o rodear con los brazos una espalda como la del modelo de Calvin Klein. El amor en la mayor parte de los casos termina por ser una sociedad de socorros mutuos. Porque para amar hay que tener coraje y también hay que saber esperar a que el otro también lo tenga. Es necesario ser fuertes. No es sencillo ir de un lado a otro sin perder la paciencia por la soledad solamente intuyendo que más temprano que tarde encontrarás a una persona que encaje justo ahí en el molde que te pasaron al final de la repartija de moldes. En definitiva pareciera ser que siempre hay alguien. Un príncipe azul, una princesa, que no es precisamente la de reparto pero princesa al fin. Y dicho sea de paso hay que ser incólumes en comprender que es esa pareja la que te tocó morder, querer, amar, chupar y es también la persona en quien habita el deseo al fin y al cabo, porque fíjate que ahí es que en ese otro vive también una profunda victoria que es la de ganarle a la moda que te enseñaron o al estereotipo que te muestra en cada esquina una nueva mujer u hombre por la que volverte loco mientras vas de un lado a otro por este mundo lleno de malas promociones. 


Por Félix García



Anterior entrada del mismo autor:

Escrito por: Arturo LedeZma

Lecturas Ciudadanas es un micromedio de cultura, tendencias, crónicas y noticias. Es un micromedio del periódico El Ciudadano y sale al aire desde la ciudad de Santiago de Chile. Suscríbete, síguenos en facebook [facebook.com/lecturasciudadanas] en Twitter @lctrsciudadanas y forma parte de esta comunidad
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