La semana pasada caminando por la calle me encontré de frente con el inspector de mi colegio y no me reconoció pero yo si lo reconocí. Don René, así se llamaba, y le decíamos Robocop, porque caminaba lento pero a pesar de eso siempre terminaba por pillarte para administrar sobre ti toda la crudeza de su justicia. Nunca voy a olvidar su cara de viejo culiao y tampoco la forma en que se le veía venir triunfante, lento y premonitoriamente victorioso, cuando uno estaba fumando en el baño del liceo y él aparecía doblando ágil la esquina del pasillo y se acercaba, entraba al baño y el pucho a medio fumar que recién habíamos encendido terminaba por morir en medio del water. Miraba en 180°, se abanicaba histriónicamente la nariz en gesto de hediondez, daba media vuelta y se iba. No decía una palabra. Entonces uno lo odiaba.
Pienso que fácilmente habrán sido unos cinco mil o seis mil rostros que vio pasar por sus, qué sé yo, 30 años de trabajo como inspector y ¿a cuántos recordará? Qué habrá sido de su vida en todos esos años y cuál es la razón de estar tres décadas paseándose de un lado a otro con el fin de mantener el orden y la calma en ese espacio que está entre las horas de clases y también ser el que dirige la orquesta en el recreo, en la salida, en uno que otro temblor. Me pregunto: Recordará a la mina rica del 4°G que se dejaba el jumper cortito y nos calentaba a todos desde septiembre a noviembre; recordará a mi compadre el Chino, cuando se sacaba el uniforme a mitad de mañana y caminaba en calzoncillos por el pasillo del fondo y luego se le arrancaba por una sala que conectaba al pasillo y nunca lo pillaron; se acordará de mí que un día me lo topé en la micro y conversamos como veinte minutos de cosas que yo pensé que el inspector no conversaba. Se acordará de algo o es mejor olvidar? Será necesario acordarse particularmente de cada uno o es que en todas las épocas hay una mina rica del 4° que te calienta y te enamora cuando está casi a punto de reventar la primavera y acaso siempre existirá el tipo que, como mi amigo el Chino, se las ingenia para hacer reír a un pabellón entero en esa complicidad medio sádica de ver que el inspector queda como imbécil. Será eso? Que todo se repite y don René siempre lo supo de antemano o lo intuyó. Será que estaba acostumbrado a la insistencia de la adolescencia copiada y fotocopiada de una generación a otra que siempre repetía el patrón de mala conducta y por eso es que siempre guardó esa solemnidad medio perversa al caminar, lento, pero directo, a pillarnos fumando, o saltando una reja para salir temprano, o para encontrarnos ahí metidos en el entretecho para tomar cerveza en el medio día de septiembre cuando perdíamos clases emborrachándonos a medio sol y en el ejercicio de tocar por primera vez las tetas de la amiga más buena pal hueveo del curso.
Tengo un recuerdo. Tiene que haber sido el 97 o el 98, estábamos casi por terminar la media y nos tocó a un grupo de alumnos el hacernos cargo de una actividad para reunir fondos. Supongo que era para la gira de estudios o alguna de esas fiestas, la cosa es que no recuerdo bien el motivo, pero si recuerdo clarísimo que por culpa mía que lo tiré como broma es que terminamos vendiendo piscolas y besos en una sala que cerramos con la excusa de usarla como guardarropía. Las piscolas valían 500 pesos y eran malas; los besos valían 200 y eran maravillosos. Francisca, Karen, La Chica, la otra Francisca y la Pola fueron las encargadas de besuquear a medio mundo y el negocio fue un éxito. Invertimos en tres botellas de pisco, cinco cajetillas de cigarro, dos lápices labiales rojos, muchos vasos plásticos y ganamos más plata que todos los otros cursos que no pudieron nunca explicarse cómo nuestra guardarropía hizo más plata que los queques de chocolate, las leches, los sánguches, los juegos de destreza y la mismísima Feria de las pulgas. Digamos que ese fue nuestro primer puticlub clandestino y sin duda el mejor al que asistimos en la vida, sobre todo por las dos Franciscas que pelearon hasta la última instancia el trono de reina del colegio y esa tarde besaron a unos 50 inversionistas que se repitieron el plato tantas veces como les alcanzó el dinero. Ese día el inspector pasó un par de veces y yo sé que nos cachó, pero se hizo el loco, miró sin vernos, quizá intentando un poco de esa complicidad que permitía el día libre para decirnos implícitamente que él también había sido joven y que en el fondo no nos quería cagar la onda. La cuestión es que voluntariamente esa tarde sólo se apareció dos veces cerca de la “guardarropía” y el estuvo casi siempre del otro lado del colegio, riéndose con los que se caían al suelo en las carreras o comprando café a los del tercero C. Ese día me cayó bien, aunque nunca lo asumí o se lo dije, porque también ese odio a la autoridad es parte de lo que nos constituye y nos reafirma.
Hace un par de años que me titulé de profesor. Me toca convivir a diario con un viejo culiao de nombre Sergio que es el que se pasea por los pasillos del liceo en que trabajo. Da vueltas y vueltas, de un lado a otro. Se pasea y se pasea y se re-pasea por todo el colegio buscando como un arqueólogo las pistas de un cigarro y la huella que conduce al nuevo escondite del alumnado. Me recuerda a mi propio viejo culiao, el de mi liceo, y mientras voy desde la sala de profesores a la sala de clases a veces me lo topo saliendo del baño emputecido o llevando del brazo a un pendejo de camino a la dirección. Su cara de enojo, ese ceño fruncido que es como una marca laboral, la bata azul, durísima, y el sistema de cuerdas invisibles que lo trasladan por los pasillos me recuerdan a don René y todos esos códigos de adulto los veo ahora con una familiaridad que me cercena. A veces, no lo niego, tiendo a entenderlo y otras, con la misma intensidad siento odiarlo. Probablemente como un reflejo adquirido por las veces en que me escapé de Robocop y sus pasos lentos, certeros, infatigables. Lo odio como odié en mi adolescencia al inspector y siento un miedo terrible: que me vean a mí como yo veía a la autoridad. Ahí es cuando me cago de miedo.
Y claro, yo no quiero que mis alumnos me vean como a un amigo –de partida por más que trato de pasar por joven se me nota el viejazo y la distancia con ellos- pero tampoco quiero ser un viejo de mierda al que le tienen miedo y, peor aún, no quiero saber que me han puesto un sobrenombre ridículo. Yo asumo que me llaman “Profesor García” y no Robocop, Aweonao, Pinilla, Ñengo Flow o Chipamogly. Pero es tremendamente posible y hasta necesario que lo hagan, eso está claro. No sería mundo el mundo si no ocurriera de esa manera. Porque el poder, hasta el más imbécil y pedestre como el que tiene un profesor sobre los 180 alumnos que uno ve a diario, tiene que tener esas tensiones históricas que lo hacen del todo previsible. Sin esa tensión probablemente nos iríamos todos a la mierda y el orden terminaría por ser frágil o plano, detestable en cualquier caso. Así que filo, asumo con dignidad cualquier recriminación posible y tengo claro que cuando vea que en una actividad para juntar fondos me haré el weon cuando pase por alguna sala que tiene cara de bar clandestino porque me corresponde quedarme piola y, seguramente, mataré el tiempo comprando café o simulando entretenerme con los guatones que se caen al correr, tal como lo hizo don René conmigo.
No quiero terminar este artículo sonando a profe buena onda. Tampoco quiero amistarme con Robocop, donde quiera que esté –además de que probablemente nunca lea esto-. Pero si quiero dejar sentada una premisa que a estas alturas me parece necesaria y dice que: Al final todos somos un personaje secundario en la vida de alguien y la gracia está en admitirlo. Más allá de que uno tenga una vida en otra parte. Más allá de que los sábados por la noche nos emborrachemos como piojo y con los demás profes nos entretengamos hablando de los alumnos paradigmáticos –la cabra caliente, el weon pesao, el repitente eterno, el mateo apestoso o la coja sapa-. Más allá de que olvidemos por completo los nombres de cada uno, tenemos la autoridad para vengarnos por las veces que nos fuimos a la inspectoría y tenemos la paciencia de ver que no nos pesca nadie la última hora del viernes porque sabemos lo que es estar ahí sentdo pensando en la fiesta, los puchos, la promo de ron y el polvo con el-la polol@ mientras un gil se esmera en pasarte las guerras púnicas o el mapa de Chile sin ninguna humanidad o discreción.
Saludos, nos vemos pronto.
Félix García
foto: Arturo LedeZma
¡¡¡¡profe culiao te vay sapiao a inspectoriaa!!!!
ResponderEliminarFuimos alumnos y hoy algunos somos profesores, estamos en la misma pelea pero en trincheras opuesta. Pelea en el buen sentido de la palabra, pelea por aprender, ,por enseñar, por entender, por vivir.
ResponderEliminarPutas que es lindo ser joven ( lo digo por mis alumnos)y también lo es el enseñar a jóvenes. Si a veces no pescan, pero se en mi fuero íntimo que parte de mis palabras quedan y no se pierden.
A propos de historias liceanas,uf,podría llenar una biblioteca si las vierto...En una de ésas. Saludox
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