Cuando ya se es adulto hay pocas cosas
realmente trascendentales por las que uno es capaz de cuestionarse a sí mismo.
Pareciera ser que, con el correr de la vida, ya lo tenemos todo más que
resuelto y entonces nos echamos a la tarea de tener hijos y con eso
evidentemente tomamos la misión de educarlos, entregándoles nuestras
conclusiones y las más veces pareciera ser que con eso y el colegio basta.
Pero en ocasiones pasa que uno se encuentra con
ciertos elementos o sucesos que nos cortan un par de cables en la cabeza y nos
obligan a flipar con un algún tema que, en realidad, no teníamos tan resuelto. Tal como me acaba de pasar a mí, por ejemplo, con el tema de la amistad. Y
entonces comenzamos a recordar cosas, terminando en algún lugar de nuestras
casas, viendo fotos viejas entre media risa y medio llanto, entendiendo que: o
lo hicimos re bien o francamente lo hicimos pésimo.
Hace poco, gracias a un canje que hicimos con
FCE para Lecturas Ciudadanas, me llegó a las manos un libro que se llama “Este alce es mío” de Oliver
Jeffers, que es un libro grande, con unas ilustraciones preciosas y muy poco
texto. Ideal pa mis cabros chicos, pensé, y mientras caminaba por la Alameda,
para ir a ver a mi amigo Mauricio y aprovechar de hacer un alto en el camino
para descansar, me puse a leerlo. Mala costumbre la mía de leer caminando, es cierto, pero
hay pocos espacios para la lectura en la vida y bueno, desarrollé ese talento
que me ha llevado a chocar un par de veces con basureros o grifos y verme
ridiculísima en la situación, pero me ha valido un tiempo riquísimo y los
viajes se me hacen más cortos. El asunto es que el libro se trata de la amistad
entre un pequeño niño y un alce que se encontró un día y que resultó ser el alce de
una señora, y además de otro señor, pero con el que siguieron siendo amigos luego de
la desazón del pequeño una vez que se dio cuenta de que su amigo Alce no era exclusivamente
de él. Y PAF! se me vino a la cabeza el recuerdo de aquellas malas prácticas que viciaron
mis amistades de infancia y que me trajeron al día de hoy siendo una tipa que
no goza de muchas amistades profundas y de años. Porque confieso que sigo siendo igual que
cuando niña, taimada y unilateral en términos de afecto, del tipo de las que si quiero ver a un amigo y este me dice que no puede o que no tiene
tiempo, pues me taimo y me enojo con él. Además tengo la pésima costumbre de ponerle
reglas a casi todo, probablemente con el único afán de romperlas. Sumado a todo eso es que tengo una memoria del
orto, que me impide recordar los cumpleaños e incluso revisar periódicamente la
ventanita de Facebook -que te dice quienes están de cumpleaños- pero por el contrario ¡anda a
que un amigo olvide mi cumple!, porque eso no lo perdono e incluso, para evitar cualquier conflicto entre mis amigos y mi cumpleaños he adoptado la costumbre de comenzar a avisarles desde los primeros días de marzo (estoy de cumpleaños el 14, anótalo) con el fin de recordarles a todos mis
amiguitos del barrio, que ya viene mi cumpleaños en pocos días. Y si, confieso
que partí haciéndolo cuando pequeña y lo sigo haciendo. Aunque si de obsesiones y amistades se trata para qué vamos a hablar de cuando jugábamos con mis juguetes o con mi
pelota.
Es que fíjate que mientras lo escribo ya me
cago de risa, porque siento que este artículo es una forma de expiar mis culpas pasadas
(y presentes), así que les digo: Queridos pocos amigos, lo siento tanto XD
Es chistoso que alguien que se pasa el tiempo
leyendo haya quedado tan plop con un libro que, con suerte, debe tener unas (no me
aguanto y en este momento las estoy contando) 347 palabras. Y que, gracias a la
cocreación haya terminado en estas palabras que le dedico ahora. Y es que
chucha, es bueno ver que uno puede, a estas alturas sorprenderse y cuestionarse
sus relaciones humanas a partir de un libro y de la intención de mostrárselo a
los hijos y quizá por eso es que me ha gustado tanto, que lo he dejado, tacañamente –lo confieso- en
mi propia biblioteca, para evitar que el alce termine con cara de zombi o con
ruedas porque alguno de mis hijos quiso cambiar la historia con crayones. Y lo
más divertido, quizás, es que al leerles el libro y mostrárselos, ellos tenían
la película mucho más clara que yo frente a los conflictos de amistad y
pertenencia de los afectos. A estas alturas me siento un poco culpable, pero no es mi culpa... (Si, lo sé, me estoy justificando). Como ven, todavía no tengo resuelto el tema y por lo
mismo, creo que no me queda más que agradecerles a esas dos o tres amigas que
aún se molestan en saludarme para los cumpleaños y en escribirme un par de
líneas cuando se acuerdan.
Honestamente creo que Este alce es mío es un buen
libro. Me gustó leerlo, compartirlo con mis hijos y, de paso, volver sobre esos afectos que uno tiene casi resueltos pero no. Vale la pena leer un libro de esos que uno deja encima de la mesa y terminan siendo parte de la banda sonora visual de un niño que lo hace suyo, y que termina por crecer sabiendo que en pocas páginas hay un trozo de esa guerrilla cotidiana que nos dice que los amigos son nuestros pero también, en cualquier minuto, de alguien más.
Para que revisen más del trabajo del autor les dejo el link de su sitio web http://www.oliverjeffers.com
Este alce es mío
Jeffers, Oliver
Alfredo tiene un alce: Marcel. Es cierto que Marcel no siempre obedece las reglas para ser una buena mascota, pero cumple las más importantes. Después de todo, es un buen amigo; o al menos eso parece, hasta el día en que una anciana lo reconoce como suyo: ¡es Rodrigo! Alfredo vuelve a casa, solo y molesto: ¡su mejor amigo lo ha abandonado, se ha ido con su legítima dueña! Pero, ¿realmente los amigos nos pertenecen? Un alce de muchos nombres nos enseña la respuesta en esta divertida historia.
Editorial: FCE
Páginas: 32
Formato: Empastado, 22 x 28 cm.
ISBN: 9786071611406Precio FCE: $ 9.500
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