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Por Maori Pérez.



            Incluyendo la ociosa excepción del protagonista de novela pop anglosajona que asiste a los consultorios para malgastar desorientadamente las horas de ausencia de sentido, por ejemplo contemplando el atardecer, la universalidad de la trabajosa espera que uno lleva a cabo, que nosotros llevamos a cabo, en el tiempo que antecede a la cita con el médico suele estar marcada por la esperanza de vivir o de vivir algo. Si no hay con quien conversar se mirará una revista, y si no hay revistas se mirará a los vivos o a los muertos, ocultos por una sábana y sobre la camilla, mientras se los pueda seguir observando.

            Ejecutar el siguiente ejercicio en los consultorios médicos privados para alcanzar el descubrimiento que convoca el presente artículo. Primero, se coge una revista del montón. Luego, se la examina concienzudamente: se la hojea, olisquea, palpa, se dobla alguna esquina para indicar donde quedó uno, si es asible se lame la revista, se sitúa la revista en la ingle y se repasa la ingle con la revista, se cierra la revista a determinada tangente y se repite el paso anterior, se besan las páginas interiores, se recorre con la lengua la mitad interior de la revista donde comienza el cosido, y la seguidilla de modalidades que surjan en la imaginación del lector si las requiere, y si se requiere también se vuelve a realizar toda la escala de pasos cuantas veces sea necesario. Por último, si en la ejecución del ejercicio anterior la visión no se ha materializado, al entrar a la oficina del médico se coge de su escritorio la estatuilla de un órgano físico en plástico que suelen reservar los doctores para exhibir como trofeo que da crédito de su diploma, y una vez más se lleva a cabo el ejercicio, esta vez con la imagen concreta, sin tanto aspaviento, de lo que pretendemos, pretendimos, luego, ya no pretenderemos por un tiempo de recomposición.

            La literatura como objeto, el libro objeto, está connotado. El olor del libro es un clásico lector que revive o entorpece el libro usado, dependiendo de las preferencias, y estas preferencias son, como dice Deleuze, de orden histórico-sexual.

            Es rescatable que lo propiamente psicosexual del libro recaiga en las lindes de la esquizoanalítica. Cuando el infante obligado a la lectura, la madre o el padre ingenuos o pervertidos y el completo pervertido sostienen aquel objeto preciosista que es el libro con imágenes que se despliegan y repliegan al abrir las páginas, el solapado indio pícaro de lo culto-sexual literario, lo que acontece es una presencia erótica (la de una ingle) cuyo desentumecimiento es artificial, cuya textualidad/venidad/seminalidad/humedad hace surgir una imagen de la cultura, una intimidad histórica, que podría ser, sí, la del pene, pero como veremos después es sobre todo la de aquel mítico chorro vaginal de cuyo lanzamiento asistido se debe ciertamente alardear por asistencia y cuya mitología, en tanto cultura, yace en la visión esquizofrénica de una memoria alucinante, una imagen creada y rescatada del olvido.

            Esa doble presencia de lo sexual y lo histórico es lo que para Deleuze constituye al eros tras la denuncia a Freud. Se ha hecho ejemplo de ello con la forma de la botella de Coca-Cola, errando, sin embargo, en caracterizar ese ejemplo de freudiano, cuando juntar un símbolo fálico con la ingestión es mucho menos denso analíticamente que arrejuntarlo a las consecuencias cocacoleras del financiamiento a la guerra internacional, signo mucho más propio de lo fálico en tanto la definición de pene como "la más infame arma conocida por la humanidad" (G. Cordera).

            Desde el esquizoanálisis, sin embargo, y aquí recuperamos lo que, alertas aparte, delineábamos, lo que acontece es un decir verosímil que casi siempre se trata, pues, de la formulación de una vagina. La vagina propiamente tal tiene un olor que no es el del libro (dicen), ni su textura, pero el libro emula ese olor y esa textura en el fetiche, y traspasa al ritual de la lectura al ritual del juego previo, o transforma, inclusive, a su contrario primigenio en algo mucho más aceptable. Se trata de una seducción aventajada, íntima, que tiene sus pros y sus contras, pensando en las determinantes de la soledad, la desesperación del lector, así como aquello a lo que pueda terminar recurriendo con ese pobre amacijo de hojas compiladas en obra, no así en el orden, premeditadamente esquizo, de lo leído, en el que lo sexual cumple un papel de adentramiento en el juego erótico transhistórico del diálogo con un autor.

            La lectura en Internet pareciera propender a esta distancia material que se toma respecto de la cuestión original, pues figuran en ella la luz (que, más allá de asuntos kabbalísticos o poéticas populares del embarazo, una vagina es, como todo cuerpo que no sea astral, algo opaco), así como cierta impresión de que se puede producir en la vagina-monitor lo controladamente deseado, mouse mediante, conociendo las reglas de funcionamiento del texto (lo cual es, desde un punto de vista médico, una cirugía, ligera si el texto no ha sido completamente alterado) o que la vaginalidad-textualidad es un ente tan abstracto, una divinidad intervenida a la distancia, como una lectora fanática del otro lado del Pacífico (el tacto requiere de un dispositivo, y de esto se puede sonsacar que un consolador es también un aparato admirativo, sumándole que comparativamente también es muy modesto). Lo que ocurre, principalmente, es que en Internet el propio texto ya no se toca, por más maravillas que predisponga la tecnología, sino que se lo dirige, se lo cosifica, y esto presenta la última definición conocida de distancia respecto de la anhelada, hipersimbolizada organicidad propuesta en el ejemplar simbólico.

            Pero debemos rescatar, tragedias aparte, que en estas lecturas, todas las lecturas a las que nos lancemos, cualquiera sea el medio de aproximación, sonsacaremos las revelaciones que enmendan la seca distancia, o aprehenderemos la soledad necesaria para no necesitar nunca más algo tan bello, jugoso y literario como lo convocado en literatura, más allá de la literatura. Porque la poética vagina-gólem, la peneovelesca criatura literaria, son, tal vez no jugosos, no necesariamente bellos, pero indiscutiblemente admirables y dignos del ocioso y esperanzado placer de vivir esto que ya se termina: un diálogo, un ensueño, una lectura. Fuera del jocoso ensueño, eliminado el apacible enloquecimiento: páginas, pues, páginas. 





las fotografías fueron tomadas en el Hospital Salvador

Escrito por: Angela Barraza Risso

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