La esperpéntica belleza del retrato:Eduardo Juárez y un borracho con país
Eduardo Juárez
Retrato de borracho
con país
Editorial
Palo de Hormigo
Guatemala,
2008
115
páginas
1./ “Un elogio a la
verdad”
Están
saliendo de las páginas como quien sale de un espejo: el borracho, ese cuerpo
gordo, feo, hediondo y (entre furia y furia) lúcido; las comadres de una
vecindad cualquiera que en su eterno engaño todavía creen en la salvación; los
mocosos molestos que corren y huyen del borracho; los demás borrachos, aquellos
fantoches de una cantina que más parece cadáver retumbando con una fiesta
adentro; el payaso afeminado, grosero y de mal gusto, que termina machetiado en
la función; la vendedora de atol más ancha que un ropero, o la prostituta vieja
que con cada cliente está vengándose de su niñez; la lista sigue... No paran de
salir, y uno ya no sabe si son personajes o personas, si continua en la lectura
o si volvió a la realidad.
Un
elogio a la verdad, de acuerdo. Pero sobre todo, a una nueva forma de verdad. La
puesta en escena de una realidad feroz y virgen que también puede ser fijada
con palabras. Convengamos en que “lo real” supera con creces a la ficción, pero
en ningún momento la sustituye. Esa realidad que raya en el delirio (sin
gentilicio ni temporalidad), nos aparece un día deformada, absurda y ridícula.
Poco o ningún sentido tendría aquí la literatura si se conformara con ofrecer
un simple retrato (reflejo condicionado) de esa realidad: una genuina creación
requiere cierta trascendencia. ¿Qué pasaría entonces, si luego de reconocer en
nuestro entorno el sinsentido, nos atrevemos a tallar un espejo cóncavo que
reproduzca en imágenes insólitas nuestro despreciable contexto? ¿Será posible
trocar toda nuestra miseria en “arte”?
Eduardo
Juárez mastica una sonrisa, y en un silencio que chorrea “como de una herida
fresca” pinta su respuesta a estas preguntas en la pared más sucia del lugar.
2./ Un retrato y un
país
El
verdadero espíritu de un pueblo puede detectarse, sin mayor trámite, en dos
lugares poco ortodoxos pero sumamente efectivos: la iglesia y la cantina. Ambos
son escenarios reveladores: mientras en la iglesia se materializa el deseo de
trascender la realidad y se toma conciencia de los límites de lo humano, en la
cantina se vuelve tangible su negación: el olvido. La iglesia es un trampolín
al infinito, y la cantina una academia de escapismo. En todo caso, el feligrés
y el borracho no son tan distintos: ambos han elaborado una visión particular
“lo real” que va tomando cuerpo de las más diversas vías: reconocen, no sin
dolor y cierta angustia, que la realidad no es suficiente, y salen de ella.
Seleno
es un ser humano (demasiado humano) que combina la sublime intuición del
místico y la furibunda pasión del borracho. Eduardo Juárez lo describe como un
tipo físicamente feo, lleno de deseos simples y frustrados, mortificado (como
el místico) por pensamientos tenebrosos y nefastos recuerdos, y escondido (como
el bolo) en sus pachas de alcohol medicinal marca Cruz Roja. Seleno es el
paradigma de un estilo de vida “extremado y peligroso”. Es un filósofo
convencido de que todos venimos a este sucio mundo con una maldición colgando
sobre nuestra cabeza, y que es necesario desarrollarla. Seleno es un vacío inmenso
que desesperadamente trata de llenarse con alcohol.
Juárez
nos habla de su origen, el cual puede situarse más en un gang bang que en un big bang:
hijo de violación, traumado al nacer, se odia con vehemencia y odia a los
malditos que lo rodean. Aún así, es un visionario y ha descubierto la farsa: ve
a la pobreza con los ojos del desengañado, sabe de esa gente pobre que se
engaña cotidianamente y lucha y no podrá nunca escapar de la miseria. Todo eso
lo mastica entre una y otra borrachera.
Retrato de borracho
con país
es la bitácora de su “inlegendaria” historia. Podríamos pensar en un descenso, en
un viaje a los infiernos, pero no. Todos hemos descendido antes y el infierno
verdadero se quedó allá arriba. Lo que ocurre en la novela es un desplazamiento
horizontal y errante: de la pobreza a la miseria, de la soledad a la borrachera
inmunda y la resaca, del autismo a la iluminación. Los escenarios (esos sucios
telones donde Seleno va dejando las manchas de su existencia) aparecen uno a la
par de otro, como pantallas de un videojuego demencial.
El
viaje inicia dentro de un cuartucho desvencijado, oscuro y sucio, en donde
Seleno se horroriza de sí mismo y revienta un espejo. Luego aparecemos,
deambulando con él, por las desniveladas calles de San José Pinula, por la
cantina de La Jefa. Los recuerdos, esos desgraciados fantasmas que hay que
callar a punta de güaro, lo devuelven a la feria de Villa Canales, al pleito
con el payaso amanerado, al machetazo y a sus cuatro años en la cárcel del
Infiernito. Seleno cumple la condena y encuentra el amor, ese amor que nunca se
materializa en la figura de aquella muchacha flaca y fea que cautiva a Seleno en
Ciénaga Grande, y que termina terriblemente violada en medio de la brillante
luz de un día hermoso. La errancia continúa en Mazatenango, Pajapita,
Coatepeque y El Progreso. Todos, lugares que se iluminan como el espejismo de
un nuevo comienzo, lugares donde el pasado se borra y aparece una utópica e
imposible prosperidad.
Así
se desliza uno a lo largo de los seis capítulos que forman el grueso de la
novela, en los que la derrota no deja de ser sino una terca repetición de sí
misma. Sin embargo, Juárez incluye, a manera de epílogo, el pasaje más
sorprendente de la narración. Estamos dentro de La Última Esperanza. El
hacinamiento de los borrachos en el pequeño cuarto de esta casa de
rehabilitación (léase “morgue”), hace todavía más insoportables las alucinaciones
de Seleno. Los borrachos exudan esa terrible goma que ya tiene un pie en el
síndrome de abstinencia, e incomodan al Seleno alucinado que está a punto de
transfigurarse. Ve una araña que suelda (con pistola de soldador y toda
pirotecnia) su tela en la esquina del cuarto. Una de las chispas cae en el ojo
derecho de Seleno y propicia una revelación: abre un túnel que da directo en el
cosmos, y permite a este borracho redimido situarse en un plano infinito. Ahí,
habla con su padre (el General) y pierde su cabeza. Ahora Seleno es un ojo que
lo ve todo...
Sería
cómodo quedarnos en esa transfiguración, en la revelación de la verdad suprema
que convertiría a Seleno en una alegoría de la redención humana (individual o
colectiva). Sería cómodo pensar que encontró la luz, pero no. Luego de la
terapia, Seleno sale de La Última Esperanza y se dirige al único punto “que
resplandecía como un sol moribundo” en el pueblucho: La Perla del Barrio,
cantina recién inaugurada en la que lo esperan los personajes más lúdicos y
decadentes de San José Pinula y de Retrato
de borracho con país: Dejavú, Rockola, Loca Pasión, Tanque Túnchez, Tumba
la Casa, Zapato Ortopédico, Tren Chocado, la Pescado, Niño de Oro y Chucho con
Rabia. El ciclo comienza de nuevo, pero con un tono distinto: esa realidad
maldita se transfiguró y aún se le ve revolcándose en el fondo (oscuro y
brillante a la vez) del espejo que Eduardo Juárez le ha mostrado.
3./ La estética de
la deformidad
Reconocer
que existe una realidad deforme y a todas luces insuficiente, implica para el
escritor la búsqueda de una aproximación estética capaz de anteponerse a dicha
deformidad y, sobre todo, capaz de trascenderla. Ante una problemática social,
histórica, económica y política de enorme complejidad (pongamos por caso la
guatemalteca), sobrepoblada de discursos políticos intrascendentes y
prioridades nunca resueltas, se niega (o parece negarse) cualquier
manifestación estética congruente. Así, la belleza se vuelve sinónimo de
silencio, negación o imposibilidad, y el ejercicio creativo surge entonces como
un acto de escapismo y/o de suprema subversión.
Este
es el contexto en que aparece ese “realismo lumpen” que pareciera nutrir la
obra narrativa de varios escritores de la escena contemporánea en Guatemala. Retrato de borracho con país inaugura el
ejercicio narrativo de Eduardo Juárez, un ejercicio que nadie ha dudado en
reconocer como “imprescindible” dentro de ese panorama que solemos entender
como nuestra literatura actual. En este sentido, lo que sustenta en gran medida
el valor de las obras que componen su bibliografía –Mariposas del vértigo (2005), Serenatas
al hastío (2007), Retrato de borracho
con país (2008) y Exposición de
atrocidades (2010)– es la intención deliberada de retorcer, a extremos
inimaginables, una realidad que se percibe y puede llegar a experimentarse en
todo su dramatismo.
El
resultado es un conjunto de mecanismos textuales (relatos breves, novelas) que
imponen sus propias leyes para ser leídos, ajenos por completo a ese arbitrario
sistema de balanzas que es el canon. Literaturas anómalas, desencajadas pero
sumamente rigurosas, que atentan contra ese autocomplaciente ideal de una
“novela nacional”, un “héroe”, una “épica”. Todo lo contrario: un antihéroe
inmundo y verosímil, que con sus grotescas muecas trata de poner a esa
Guatemala sórdida y violenta frente a una Guatemala igual de sórdida pero
autónoma, con la posibilidad de redibujar sus propios límites y de volverse creación.
No
es casualidad que las estrategias favoritas de Juárez sean el humor negro y
descarnado, la risa estentórea que desemboca en un alarido de angustia, la
sátira mordaz, la precisión crítica y, sobre todo, el magistral manejo de
contrastes, luces, sombras, y contraposiciones violentas, capaces de
encontrar “belleza en la fealdad”. En resumen, un juego de espejos que, como
quería Shelley, tiene la potestad de “hermosear lo deformado”.
Así,
la posibilidad de establecer genealogías, vínculos deterministas, paternidades,
entre esta vertiente de la literatura contemporánea y esa invención sin rostro
de la “tradición literaria guatemalteca” me parece cada vez más remota. Que sea
el crítico el que encuentre (si es que existen) esas líneas que nos conducirían
desde el grotesco posmodernista de Arévalo Martínez a la sordidez de los
ambientes en El Señor Presidente. Creo,
más bien, en la utilidad de plantearse la configuración de un espacio sincrónico
(el aquí, el hoy) de convergencia, reconocimiento y diálogo entre las visiones
del mundo y las posturas estéticas de escritores que comparten un espacio, un
tiempo y, hasta cierto punto, una visión. Me refiero aquí a Byron Quiñónez,
Arnoldo Gálvez Suárez, Javier Payeras, Estuardo Prado, Denise Phé-Funchal,
Julio Calvo Drago, Julio Prado, y otros tantos, cuya obra narrativa tiene
sorprendentes puntos en común con la de Eduardo Juárez, al igual que múltiples
y enriquecedoras divergencias.
4./ La marginalidad
ha muerto
O
está a punto de morir. Percibo la narrativa de Eduardo Juárez como un andamio
de cuatro pisos instalado en el centro mismo de nuestra posmodernidad. Sí,
Guatemala, país posmoderno: no tanto porque haya resuelto la problemática
implícita en esa modernidad tardía que experimentamos como imposición durante
el siglo XX, sino porque le ha dado la espalda a dicha problemática,
rechazándola, lanzándola lejos. Modernidad plagada de dicotomías excluyentes y
caducas, una de las cuales (la del “centro” y el “margen”) ha salido al ruedo
dentro del discurso crítico que ha generado la obra de Juárez. La
“marginalidad” ha sido vista por Nadine Haas como un “concepto clave para
abordar” Retrato de borracho con país.
Ronald Flores, por su parte, se refiere a Juárez “como el más preciso cronista
de la marginalidad social”. Puede que estén en lo cierto; sin embargo, creo
adecuado situar el trabajo narrativo de este escritor dentro de un ámbito que
sobrepase la dicotomía centro-margen.
Retrato de borracho
con país
no presenta, a mi juicio, indicio alguno que defina al autor, a los personajes
y a los escenarios a partir de su contraposición a un “centro” reconocido como
tal. Si, como lectores, somos capaces de “reconocer” un centro que define por
negación de pertenencia a lo que se narra en el libro, es quizá por una
concepción a priori, ajena en todo
sentido a la lectura. Nada más lejano a Juárez que esa mirada (resentida o
nostálgica) que observa un “centro” al cual no pertenece y que le genera
conflictos. Me seduce la idea de que este libro sea capaz de prescindir por
completo de un centro y sus respectivas periferias, o bien, que se plantee la
posibilidad de desplazamiento por múltiples centros, autónomos e igual de
importantes. Al fin de cuentas, la realidad (o lo que pensábamos de ella) se ha
fragmentado.
Juárez
logra instaurar una estética a la medida de un momento crítico que aún
atravesamos: la muerte de nuestro espejismo de la modernidad o el inicio de lo
que esté del otro lado. Es interesante ver la similitud de este programa (que
implica no únicamente la postura estética, sino la visión de un mundo
radicalmente deformado) con un género literario que surge en la España (también
en crisis) de 1920: con su libro Luces de
bohemia, Ramón del Valle-Inclán instaura un nuevo género, una nueva forma
de ver y hacer literatura: el Esperpentismo.
Para él, el esperpento es una deformación, capaz de traducir con toda su
potencia creativa “el sentido trágico de la vida española”, a partir de una
estética “sistemáticamente deformada”. España, “caricatura de la civilización
europea”; Guatemala, caricatura del mundo moderno. Afinidad y preocupaciones
semejantes: veo a estos dos autores con un mismo juego de herramientas:
violencia en el contraste, cosificación de lo humano, animalización de los
personajes, caricatura, obsesión por los detalles mórbidos y grotescos,
distorsión y riqueza en los registros de lenguaje, degradación de los
ambientes; la lista sigue...
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