Diez años después de su muerte, la voz del escritor chileno sigue vigente.
Roberto Bolaño continúa publicando tras su muerte, con una capacidad cercana a la de un clásico ruso. Su primer tomo post mórtem estuvo a punto de alcanzar la extensión de Guerra y paz. La novela fragmentada en cinco partes o el quinteto que compone la novela, titulada de forma enigmática con una cifra en la que pueden evocarse los demonios de la realidad, 2666, tiene una cifra igualmente redonda: 1.119 páginas. El tomo sirvió para extender la fiesta que animaba a los lectores desde finales de los años 90, cuando el panorama literario en español se estremeció con la publicación de otra novela que determinó el culto y la veneración por el autor: Los detectives salvajes. También para atenuar la frustración de sus lectores por la ira que produce una muerte prematura: en el 2003, a los 50 años de edad, moría Bolaño.
La generación que cruzaba el umbral del siglo XX al XXI encontraba un nombre al que podía aferrarse como las generaciones anteriores pudieron celebrar la presencia de megamitos literarios llamados García Márquez, Vargas Llosa o Rulfo. De hecho, Bolaño puso en duda la idolatría ante el legado incuestionable de García Márquez y manifestó su rencor ante negocios editoriales como Isabel Allende o Paulo Coelho, acreditándoles una pésima escritura cuya única ventaja era vender libros.
Al margen del circo literario, ansioso por algo tan dudoso como puede ser la fama, Bolaño consideraba que “los premios, los sillones (en la Academia), las mesas, las camas, hasta las bacinicas de oro son, necesariamente, para quienes tienen éxito o bien se comporten como funcionarios leales y obedientes”. Una declaración de principios que no desmintió Bolaño, incluso cuando Los detectives salvajes obtuvo el Premio Herralde de Novela en 1998 y, un año más tarde, el Premio de Novela Rómulo Gallegos: fue entonces más radical ante la escritura y ante los chacales que suelen rodear un oficio en el que se demuestra que no hay paraíso sin serpiente.
Viajes por Iberoamérica
¿De dónde surgieron Bolaño y su pasión hecha escritura? ¿Su dignidad ante algo tan riesgoso como la fama? Su vida en la ruta de los viajes definió la búsqueda tanto de sus personajes como del autor que a través de sus personajes resolvió esa búsqueda.
Guiado por sus padres –un camionero y una maestra– durante una infancia en movimiento constante por el paisaje chileno, el rumbo y los años lo conducen a Ciudad de México a finales de los 60. Se aferra entonces de manera decidida a la literatura –y al legado de otro mito con categoría de clásico griego: Jorge Luis Borges–, como una forma de salvarse ante las historias y lo grotesco de la realidad.
Su primera temporada en el Distrito Fabuloso que es Ciudad de México se prolonga hasta 1973, cuando regresa a Chile meses antes de que la sombra de Augusto Pinochet dibujara en el país una versión de Hitler tras el golpe a Salvador Allende en septiembre de ese año. Bolaño empieza a demostrar su dignidad situándose en contra de la dictadura, cruzando Santiago como un emisario en bicicleta de la resistencia, abrigando la esperanza de que la tragedia podía evitarse por todos los que trabajaron para no sucumbir ante el abismo, hasta el momento en que lo detienen en un retén y, por su acento forjado en México, la inteligencia militar lo rotula como “terrorista extranjero”.
Por suerte, la realidad se comporta como una ficción generosa y escapa a las amenazas de la muerte: uno de los guardias donde estaba detenido es un compañero de colegio que lo reconoce y lo saca de la cárcel.
Bolaño viaja de nuevo a México. Aterriza en 1974. Conoce a un amigo entrañable: el poeta Mario Santiago. Asume el activismo literario con registros escandalosos y anárquicos al frente del movimiento infrarrealista –manifestando con la furia del caos postadolescente y artístico que a su movimiento lo antecedían “las mil vanguardias descuartizadas en los sesentas”, y que “hasta las cabezas de los aristócratas nos pueden servir de armas”–; leyendo sus poemas de manera estruendosa en los recitales de sus enemigos culturales –encabezados por Octavio Paz–, buscando los infrarrealistas, de manera feliz y atropellada, el lugar en el mundo que Bolaño les daría años más tarde en las páginas de Los detectives salvajes.
El viaje será luego a España y, con el tiempo, al pueblo catalán de Blanes, donde se instala definitivamente. Después de que Bolaño asumiera una especie de apostolado literario en el que nada le impedía escribir: ni su trabajo como vigilante de un camping ni su envío constante de relatos a concursos en los que podía tener la buena o mala suerte que decide un jurado ni la salud que se fue estropeando de manera irreversible hasta el último suspiro, en el 2003.
Lo que interesa es el guion que separa en una lápida las fechas que resumen el principio y el final de cualquier biografía. La aventura que define el transcurso de una vida. La traducción de esa aventura a la ficción según Bolaño. El linchamiento que evitó en el camping donde trabajaba –“aunque de buena gana, después, hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión”, le confesó en una entrevista a la periodista Mónica Maristain–. El valor que lo sostuvo en la dificultad. Sus lecturas. Las influencias que definieron su estilo. El aprecio que sentía por Blanes y por su bahía. La memoria de los viajes y de sus personajes. Su juventud y sus caminatas en México acompañado por Mario Santiago –reinventado como Ulises Lima en Los detectives salvajes–. El convencimiento de Bolaño para no considerarse chileno o mexicano, sino latinoamericano. Su coraje para vivir en una patria literaria que inventó a su medida. La forma como nuestro sudaca en Blanes pudo sumar los títulos de una bibliografía que son su biografía. Lanzando sus bombas verbales. Escribiendo ‘en contra’, nunca ‘a favor’, de una comodidad engañosa. Siendo políticamente incorrecto y abriendo las puertas de escape frente a una tradición, especialmente de marketing, que subvirtió con sus libros y con sus afirmaciones.
“¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha del glamour?”, se pregunta en El gaucho insufrible. “Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir, es grandes tirajes, traducciones a más de 30 idiomas (…) cenas con grandes magnatarios”.
Un autor que no dejó escapar sus ilusiones, como Enric Rosquelles cuando construye en La pista de hielo, justo cuando el verano está ardiendo, la pista donde los patines de Nuria raspan el frío surreal del Palacio Benvingut. Recordando que el lirismo siempre está amenazado por las sombras del horror, que pueden aullar a un lado y otro de la página: en épocas y geografías tan distintas como Chile a finales de 1973 o en ese lugar, cruzado por la sordidez, la ciudad imaginaria de Santa Teresa, un reflejo no menos infernal de Ciudad Juárez cuando el lector se sumerge en una de las cinco partes en las que está dividida 2666, ‘La parte de los crímenes’, un largo informe forense con el que Bolaño rescata del anonimato y de las tumbas sin nombre a las mujeres que en Ciudad Juárez fueron brutalmente asesinadas desde principios de los 90.
Vampiro de su propia obra, Bolaño se aprovechó de la sangre y el aliento que tenían sus personajes, mencionándolos primero en fragmentos que después serían desarrollados para cumplir con su destino, cruzando de un libro a otro o como punto de arranque para que otras historias lograran su autonomía. Las menciones que se hacen en La literatura nazi en América, del general rumano Eugenio Entrescu, se desarrollan y tienen una representación de crueldad y sevicia en 2666, explotándose la biografía de Entrescu en la fiesta a la que llega el general y exhibe su pasmosa virilidad, para terminar en la crucifixión que padece tiempo después a manos de sus soldados.
Cruzando el umbral del idioma
La presencia de Bolaño es confiable en una época no del todo confiable; cuando el mercado editorial, en su aspecto más rudimentario, confunde rating con escritura. Su talento –y la devoción de un traductor como el australiano Chris Andrews– fue suficiente para hacer de Bolaño una referencia ineludible en la revista The New Yorker cuando la frecuencia de su nombre se ha vuelto un hábito hecho vicio para sus lectores.
La traductora norteamericana Natasha Wimmer también contribuyó a su difusión, trotando en el maratón de libros tan riesgosos para traducir por su diversidad de voces como Los detectives salvajes y 2666 –aparte de otros títulos tan bien traducidos por ella: Los sinsabores del verdadero policía, El Tercer Reich, Entre paréntesis–. El registro del español con variables diversas en Los detectives… o en sus cuentos, cruzando el umbral del idioma, venció en las traducciones los prejuicios del exotismo, situando a Bolaño en el territorio de las frases publicitarias como una verdad infalible cuando se repite que es “una de las voces más vigorosas de la literatura latinoamericana reciente vertida al inglés”.
Acaso no sean gratuitas las anticipaciones temporales que logró Bolaño en La literatura nazi… con personajes llamados Argentino Schiaffino o Rory Long, muerto el primero en Detroit hacia el año 2015 –escribiendo así sobre el futuro como un hecho del pasado recordado en un presente imaginario– y el segundo en Laguna Beach hacia 2017. A través de ellos, Bolaño, que publicó La literatura nazi… en 1996, se adelantó a sí mismo, llegando hasta otro tiempo, como sucede ahora, cuando su legado enseña una sombra amistosa que continúa a nuestro lado.
Fragmento
Carlos Monsiváis, caminando por la calle Madero, cerca de Sanborns, México DF, mayo de 1976.
Ni encerrona ni incidente violento ni nada de nada. Dos jóvenes que no llegarían a los veintitrés, los dos con el pelo larguísimo, más largo que el de cualquier otro poeta (y yo puedo dar fe de la longitud de la cabellera de todos), obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil –no me gusta porque no me gusta–, capaces de negar lo evidente, en algún momento de debilidad (mental, supongo), me recordaron a José Agustín, a Gustavo Sainz, pero sin el talento de nuestros dos excepcionales novelistas, en realidad sin nada de nada, ni dinero para pagar los cafés que nos tomamos (los tuve que pagar yo), ni argumentos de peso, ni originalidad en sus planteamientos. Dos perdidos, dos extraviados. En cuanto a mí, creo que fui excesivamente generoso (aparte de los cafés). En algún momento incluso le sugerí a Ulises (el otro no sé cómo se llama, creo que era argentino o chileno) que escribiera una crítica del libro de Paz del que estábamos hablando. Si es buena, le dije, pero remarqué la palabra buena, yo te la publico. Y él dijo que sí, que lo haría, que me la llevaría a mi casa. Entonces yo le dije que a mi casa no, que mi madre podía asustarse de verlo. Fue la única broma que les hice. Pero ellos se lo tomaron en serio (ni una sonrisa) y dijeron que me la mandarían por correo. Todavía la estoy esperando.
Ocho obras esenciales
Además de las novelas ‘Los detectives salvajes’, ‘2666’, ‘Estrella distante’,
‘La literatura nazi en América’ y ‘La pista de hielo’ se destacan los libros de cuentos ‘El gaucho insufrible’ y ‘Putas asesinas’, así como el de ensayos ‘Entre paréntesis’.
HUGO CHAPARRO VALDERRAMA
Para EL TIEMPO
Periodista, escritor, poeta y crítico de cine
Via: EL TIEMPO
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